Apuntes de Derecho Civil de la Universidad Bernardo o Higgins, de los profesores señores Sergio Gaete Rojas, y Sergio Gaete Street.

El derecho civil es la rama del derecho privado que regula las principales relaciones civiles de las personas; regula el estado civil de las personas, las relaciones familiares, la propiedad y los demás derechos reales, las obligaciones y contratos, y las sucesiones.

jueves, 26 de enero de 2012

Apuntes de derecho civil:Introducción II a

Luis Alberto Bustamante Robin; Jose Guillermo Gonzalez Cornejo; Jennifer Angelica Ponce Ponce; Francia Carolina Vera Valdes;  Carolina Ivonne Reyes Candia; Mario Alberto  Correa Manríquez; Enrique Alejandro Valenzuela Erazo; Gardo Francisco Valencia Avaria; Alvaro Gonzalo  Andaur Medina; Carla Veronica Barrientos Melendez;  Luis Alberto Cortes Aguilera; Ricardo Adolfo  Price Toro;  Julio César  Gil Saladrina; Ivette Renee Mourguet Besoain; Marcelo Andres Oyarse Reyes; Franco Gonzalez Fortunatti; Sergio Gaete Rojas; Sergio Gaete  Street; Raúl Meza Rodríguez; Sergio Miranda Carrington; 

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Aldo Ahumada Chu Han
(vi).-La unificación de los derecho civil y comercial.

Nacimiento y desarrollo del derecho comercial.

Se sabe, a través de la investigación histórica que la separación entre derecho civil y derecho comercial no existió en Roma, “donde florecía el derecho civil y se plegaba solícito, por obra de los magistrados y de los jurisconsultos, a las exigencias de la vida. El espíritu de equidad que informó aquel derecho bastó para ser eficaz tutela del comercio, ejercido lo mismo por los ciudadanos que por los extranjeros” 
Sólo en la edad media, los comerciantes, para defenderse de los abusos de los poderosos, y quizá -como insinúa socarronamente jurista Vivante- para cometerlos por su propia cuenta, se unieron a fines del siglo X en corporaciones distintas de otras clases sociales. Fue así como surge la categoría de los comerciantes, que a través de colegios constituidos para sus distintas ramas, lograron poco a poco un auge impresionante.
Fueron primero los mercaderes de Amalfi, seguidos después por los de Venecia, Génova, Pisa y Florencia, quienes llegan a dominar el comercio mediterráneo, para extenderse más tarde por los pueblos de Oriente, constituyendo establecimientos mercantiles en las plazas conquistadas por los cruzados cristianos, a quienes auxiliaron armándolos.
Fue necesario crear instrumentos adecuados para el comercio entre estos distintos establecimientos y surgen así el cheque, la letra de cambio y las operaciones cambiarias.
Pero al lado de este crecimiento gremial se produjo un proceso de colección por escrito de las costumbres de cada corporación, ordenándolas cronológicamente en tomos, que se llamaron Estatutos, que han servido de preciosos precedentes de una legislación mercantil. Como estos estatutos estaban escritos en latín, lengua que no dominaban los comerciantes y sus jueces, fue preciso refundirlos en colecciones para lograr su difusión, sobresaliendo entre éstas por su carácter de generalidad y mayor mérito: el Consulado del mar, para los mares de Levante: los “Rooles o juicios de Olerón”, para los mares de Poniente; y las “Leyes de Wisbuy”, para los mares del Norte.
Todo esto dio lugar a que al lado del derecho civil se fuera formando un derecho mercantil , con características cada vez más propias, lo que determinó que al llegar la época de la codificación se considerara la necesidad de elaborar un código de comercio paralelamente al CC.
Fue así como en Francia, tres años después de la dación del CC., denominado NAPOLEÓN, se dictara en 1807 un código de comercio, sistema que fue seguido mundialmente en los códigos del siglo XIX y se conserva actualmente en ordenamientos tan modernos como el venezolano (1942), el egipcio (1949), el filipino (1950) y el etíope (1960), entre otros.
Sin embargo, con el correr del tiempo las exigencias económicas que, como dice Garrigues, “antes fueron peculiares del comercio y de los comerciantes, se han extendido a otros sectores de la sociedad, por lo mismo que las operaciones tradicionalmente llamadas mercantiles se han hecho patrimonio común de todos los ciudadanos... Las crisis económicas han agudizado el espíritu comercial, hasta el extremo que hoy todo el mundo especula sin distinción de clases sociales... Todo particular tiene cuenta en los bancos, extiende letras, paga con cheques y descuenta efectos... En semejantes condiciones de vida, el Derecho civil, rígido, grávido y estable, se ve obligado a buscar nuevas formas y principios en el Derecho mercantil.
 Por un lado, el gran desarrollo que alcanza modernamente la riqueza mobiliaria, constituida fundamentalmente por valores mercantiles de fácil transmisión; por otro lado, la movilización de bienes inmuebles a consecuencia de la difusión de las sociedades anónimas, que van sustituyendo paulatinamente las explotaciones y empresas individuales, son muestra clara de la creciente insinuación de las operaciones genuinamente mercantiles en el campo antes reservado a la contratación civil.
 Este hecho ha traído consigo otra consecuencia notable en el orden de la técnica jurídica, y es el traspaso al campo del Derecho civil de normas e instituciones jurídicas originariamente dictadas para satisfacer peculiares exigencias del tráfico mercantil, lo que pone en evidencia hasta que punto es verdadero el fenómeno de comercialización del Derecho civil, lo que facilita la futura tarea unificadora de los legisladores..."

La integración del derecho comercial con derecho civil.

En su famosa conferencia de clausura de las Jornadas sobre reforma de la legislación mercantil, realizadas en Madrid en el mes de mayo de 1979, el jurista español  Garrigues Diaz-Cañabate respondiendo a quienes sostienen que el derecho mercantil, al generalizarse, ha dejado de existir, se pregunta:

¿Cómo se va a decir que se extingue el derecho que se introduce en otro derecho?
 ¿Cómo se va a decir que el primero muere y el segundo subsiste?

y responde: “No, subsiste el Derecho mercantil a pesar de esta generalización que va a convertir en común lo que antes fue especial... Se habrá extinguido como Derecho especial, pero nadie ha dicho que un Derecho especial tenga que ser eterno. Aquel cuerpo compacto de normas mercantiles que regían la profesión de los comerciantes y fueron reunidos en los Códigos de comercio, se va diluyendo, sin evaporarse; va penetrando en otros cuerpos de normas, abandonando la autonomía que tuvo en las Ordenanzas del comercio terrestre y de la marina dictadas en el siglo XVII y en los Códigos de comercio del siglo XIX. Habiendo penetrado en todas nuestras actividades económicas, llega a ser definido hoy como Derecho de la actividad económica de los empresarios y de los no empresarios o como Derecho del mundo de los negocios. Eso es hoy el Derecho mercantil que sigue vivo y robusto
Otros consideran que el fenómeno ha sido inverso, afirmando que así como el derecho mercantil se desmembró del civil por obra de los comerciantes medioevales, la desaparición actual del comerciante, como gremio, ha ocasionado que todos los ciudadanos tengan el mismo status y, por ello, todos compartan el derecho común, que se identifica con el derecho civil.
Según jurista Martins, “en verdad, el comerciante no es sino la misma persona, natural o jurídica, apta para el ejercicio de derechos y obligaciones de orden privado que practica, habitual o profesionalmente, actividades mercantiles”, por lo cual el polo que atrae la unificación debe ubicarse en el derecho civil, que tiene carácter general, y no en el mercantil, que siempre se vio como propio y exclusivo de una clase determinada, que ha desaparecido o está en vía de desaparición. Agrega Ascarelli que no existen ya actos de comercio y, por ello, ya no existe una contraposición entre acto civil y acto de comercio.
Pienso que no debemos ver al derecho civil como uno general, y al derecho mercantil como uno especial, o viceversa. Ambos, como dice Rocco, son especiales y forman parte de la categoría general de derecho privado. No creo, pues, que convenga hablar de una "comercialización del Derecho civil” o de una “civilización del derecho mercantil", sino que el movimiento debe orientarse hacia lograr la unificación de ambos derechos en el marco más grande del derecho privado. Refiriéndose al código civil italiano de 1942, dice jurista Messineo que "el nuevo código, a pesar de su nombre, encierra en sí, no solamente el Derecho civil, en el sentido tradicional del término, sino también el Derecho comercial, o sea el Derecho privado en su conjunto.”
Acercándonos ya al campo contractual, la bipartición del derecho privado que se ha realizado mediante la existencia paralela en los ordenamientos jurídicos de un CC. y un código de comercio (que en nuestro caso conserva la categoría del "acto de comercio" y “el status del comerciante"), da lugar a que contratos que tienen el mismo efecto jurídico, sean regulados simultáneamente por uno y otro código, lo que determina, según jurista Mantilla Molina que "es frecuente que las dos partes que celebran un contrato, una de ellas ejecute un acto de comercio y la otra un acto civil; lo que acontece, por ejemplo, cada vez que un particular compra una cosa de un comerciante establecido, para su uso o consumo".
En tales condiciones, todo hace pensar que, en la realidad social en que nos encontramos, la unificación de los derechos civil y comercial es la única solución sensata e idónea para lograr que las relaciones jurídicas entre los hombres se realicen dentro de un marco que comprenda a todos, desde que las fronteras entre el ciudadano común (Hombre civil) y el comerciante (Hombre mercantil) se han difumado tanto que, en realidad, han llegado a desaparecer. Si echamos una mirada a nuestra vida diaria, pocos sentimos que estamos realizando unas veces una actividad civil y otras una actividad mercantil, sino que todos nuestros actos obedecen a una sola finalidad, que es alcanzar la realización de nuestros propósitos. Estos propósitos difieren, desde luego, de persona a persona, pero en ellos están tan entremezclados nuestros fines de lucro y consumo que, si nos preguntaran en un momento determinado que es lo que estamos haciendo, encontraríamos muy difícil responder si se trata de un acto civil o uno mercantil, dentro del concepto tradicional de cada uno de ellos.
Por lo demás, la unificación de ambos derechos constituye casi un clamor común en la doctrina. No faltan, desde luego, los escépticos, como Brunetti, que piensa que los derechos civil y mercantil “siguen siendo dos territorios separados, no dos sectores del mismo territorio, con lo cual se tiene (mediante la unificación) en lugar de una obra de dos tomos, un tomo para dos obras”.
Esto en un orden de ideas. De otro lado, se tiene que la naturaleza de las obligaciones civiles es la misma que la de las obligaciones mercantiles. No es menos ni distinto deudor el obligado civil que el obligado mercantil. Volviendo al ejemplo del contrato de compraventa, tan obligado a transferir la propiedad del bien está el vendedor civil como el comerciante vendedor, y tan obligado a pagar el precio está el comprador civil como el comerciante comprador. Citando nuevamente a Aldemar Ferreyra, dice Martins que “nada difiere, en efecto, esencialmente, la obligación comercial de la civil. Nada distingue la relación jurídica comercial de cualquier otra. La esencia es siempre la misma”.
Conjugando estas ideas, creo que en el tema de la unificación de los derechos civil y comercial estamos empezando ya a vislumbrar la meta del camino. Algo nos ha adelantado Ripert al preguntarnos si no sería más simple unificar el derecho en un código único de obligaciones, con lo cual nos evitaríamos que todo hombre que tiene algún bien se vea obligado a abrir uno u otro código para administrar y defender su fortuna.
En esta línea de pensamiento, nos guía Satanowsky en la misma dirección al decirnos que “verificada la unificación de las obligaciones y de los contratos que surjan de las relaciones económicas, desaparece el problema del contenido comercial, para cuya determinación únicamente son útiles los actos aislados de comercio, ya que todos los actos, en virtud de esa unificación, se regirán por la misma ley y estarían sometidos a la misma jurisdicción.
Recordemos en esta oportunidad el planteamiento de Garrigues de distribuir legislativamente las materias que hoy regulan los códigos civiles y los códigos de comercio en tres códigos: 
1).- Un código único de las obligaciones; 
2).- Un código de comercio para las instituciones genuinamente mercantiles; y
3).- Un código civil que contenga las normas sobre personalidad, familia y sucesiones.
Pienso que si se ha llegado a la conclusión que el derecho civil y el derecho mercantil forman parte de la categoría general del derecho privado, quizá la solución más adecuada es realizar la unificación a través de un código de derecho privado, que tenga diversos Libros, uno de los cuales sería el de obligaciones, en el que se produciría la unificación de las obligaciones civiles y mercantiles, correspondiendo los otros Libros a los Derechos de personas, de familia, de sucesiones y reales, así como el dedicado a la prescripción y caducidad. En realidad, el sistema de nuestro código de tener, además, Libros sobre registros públicos y derecho internacional privado, no responde a una técnica adecuada.
Este es el camino hacia el cual se ha orientado recientemente el legislador francés. Después del fracaso, por razones políticas, de la promulgación del proyecto franco-italiano de las obligaciones, se constituyeron en 1945 en Francia, simultánea y separadamente, una comisión Reformadora del CC., de 1804 y otra comisión reformadora del código de comercio de 1807. Algunos años más tarde, cuando habían avanzado considerablemente sus respectivos trabajos, se reunieron ambas comisiones en su histórica sesión conjunta de 25 de octubre de 1949 en la que se decidió que “no habrá un Código civil y un Código de comercio sino un Código de Derecho privado, que comprenda especialmente un Libro sobre las obligaciones, común a las obligaciones civiles y mercantiles”.
Comentando esta decisión, Henri Mazeaud dice lo siguiente: “Es evidente de una parte, que numerosos puntos del Derecho civil y comercial ganan al ser unificados; de otra parte, que existe una serie de contratos los más corrientes, venta, transporte, seguros, contrato de edición, etc., cuya naturaleza civil o comercial no está definida; o más bien, que son civiles y comerciales, y algunas veces, al mismo tiempo, civiles y comerciales 
¿Cabría entonces que se elaborasen para cada uno de ellos dos series de texto? Admitiendo que se reglamentara al mismo tiempo el derecho civil y el comercial, hay que decidir, puesto que sólo en el dominio de las obligaciones que las dos materias se juntan o unen, si se consignará un libro de obligaciones luego de las disposiciones especiales del Derecho civil, lo que conducirá a promulgar un Código de Derecho privado. Las dos Comisiones francesas de Reforma del Código civil y del Código de comercio se han inclinado por este último sistema”.

Unificación de los contratos.

Se dice, con razón, que cada rama del derecho tiene sus instituciones básicas, que actúan, respecto de todo el sistema, como supuestos claves de referencia y ordenación, y que en el derecho contractual una de esas instituciones básicas es la compraventa.
 Esto ha elevado el contrato de compraventa al rango de contrato tipo de los contratos con prestaciones recíprocas. Por otro lado, desde el punto de vista económico, la compraventa es uno de los principales medios a través de los cuales se realiza el cambio. Según afirma Rubino, por su función económica, la compraventa es el más importante de los contratos, y también el más frecuente en la vida práctica. Correlativamente es el contrato más amplio y minuciosamente regulado por el código.
Lo siguen en importancia el mutuo y la fianza que, con las posibles excepciones del arrendamiento y de la prestación de servicios  son los contratos típicos civiles y mercantiles de mayor difusión.
En tercer lugar se encuentran los contratos de permuta y depósito que, no obstante su relativa importancia, contribuyen a hacer más efectiva la unificación contractual.
Lo que debe destacarse es que los cinco contratos unificados eran considerados mercantiles por el código de comercio en virtud de criterios completamente distintos. La compraventa y la permuta eran mercantiles cuando versaban sobre cosas muebles para revenderlas. El mutuo (préstamo) era mercantil si alguno de los contratantes fuera comerciante y si las cosas prestadas se destinaren a actos de comercio. El depósito era mercantil si el depositario, al menos, fuera comerciante, si las cosas depositadas fuesen objetos de comercio y si constituía por sí una operación mercantil o se hacía como causa o consecuencia de operaciones mercantiles. Finalmente, la fianza era reputada mercantil cuando tuviere por objeto asegurar el cumplimiento de un contrato mercantil, aun cuando el fiador no fuere comerciante. 
Esto traía como consecuencia que en todos los demás casos tales contratos, por razones completamente disímiles, resultaban de carácter civil y quedaban fuera del ámbito del código de comercio.
Conviene poner de relieve el interesantísimo análisis que hace Valle Tejada de las distintas normas del CC., donde se observa la estrecha vinculación con normas del Derecho mercantil, lo que lo lleva a hacer una invocación final en el sentido que la unidad de contenido del derecho privado en el campo de las obligaciones y contratos determina “la ya apremiante necesidad de optar definitivamente por la unificación total en este campo del Derecho, dejando atrás cualquier hesitación, desconfianza o prurito de autonomía que no resultan justificadas en la época actual”.

(vii).-Los contratos atípicos.

Debo tratar ahora sobre los problemas que presenta la aparición de nuevos tipos de contratos.
La inteligencia y creatividad de los hombres superan siempre la previsión del legislador, de tal manera que día a día se van imaginando nuevas relaciones contractuales, cuyas regulaciones no han ingresado aún a los códigos. Esto determina la necesidad de que el derecho siga a la vida y se vayan incorporando en ordenamientos legales los avances de la contratación.
Ello ha llevado a clasificar los contratos según el criterio de su regulación en contratos típicos legales, contratos típicos sociales y contratos atípicos.

Es contrato típico legal el que tiene una regulación propia que lo identifica respecto a los demás.

 Por ejemplo, el contrato de compraventa, que está regulado por el CC. La tipicidad legal no puede generarse, o al menos nunca lo ha sido, de manera espontánea. Es inadmisible que el legislador considere, de pronto, que debe crear un contrato y lo regule en el ordenamiento legal, sin otro sustento que su convicción personal. La realidad de la tipicidad legal es que se nutre de contratos creados por los particulares al margen de la ley, con características propias y distintas de los tipos legislados.
Pero no es suficiente que los particulares creen estos contratos en forma aislada, esporádica, sino además que posean una reiteración, frecuencia y uniformidad que determinen que la doctrina o la jurisprudencia los reconozcan como correspondientes a una realidad socio-económica.
 Por ejemplo, el contrato de “factoring”, que es perfectamente tratado por la doctrina. Surgen así los contratos que se han llamado “típicos sociales”.
La tipicidad social es, pues, el reconocimiento doctrinal y jurisprudencial que encuentra su base en la costumbre, de contratos perfectamente identificados, que crean obligaciones especiales adecuadas a la finalidad de cada tipo de contrato, lo cual determina que se apliquen reglas comunes a todos los contratos de un mismo tipo, aun cuando cada uno de estos contratos no contenga una regulación completa.
Los efectos de la tipicidad social son similares a los de la tipicidad legal. Basta que resulte claramente del contrato la voluntad de las partes de celebrar un contrato típico social, para que sean aplicables a dicho contrato las reglas propias que la doctrina y la jurisprudencia han reconocido a ese tipo contractual.
La tipicidad social es el preámbulo o antesala de la tipicidad legal, pues, por regla general, la ley espera que un contrato determinado adquiera, a base de su reiteración y frecuencia, una difusión que merezca su incorporación a la contratación típica legal. 
Es conveniente poner de manifiesto que los contratos típicos sociales son generalmente contratos nominados, pues la práctica les otorga un “nomem juris” para distinguirlos de los otros tipos.
Se ha visto que por contraposición al contrato típico, es contrato atípico el que carece de disciplina particular, tanto legal como social (Doctrinaria o jurisprudencial).
Aplicando rígidamente este concepto, se llegaría a que sólo es contrato atípico aquel que se encuentra huérfano de toda regulación externa, de tal manera que todo el contenido y efectos contractuales no sólo son originales sino también completos. Esto determinaría a su vez, que tal contrato, además de su disciplina propia, únicamente estaría regulado supletoriamente por las pautas de los contratos en general.
Este es el que la doctrina llama contrato atípico puro, o sea que no está influenciado por tipicidad alguna (legal o social). Estos contratos pueden ser calificados como autosuficientes.
En principio, los contratos atípicos puros, siempre que reúnan los requisitos necesarios para ser contratos (agente capaz, objeto física y jurídicamente posible, fin lícito y observancia de la forma prescrita bajo sanción de nulidad), son tan obligatorios como los contratos típicos. Esto es así por cuanto, como dice acertadamente Messineo, en materia contractual impera un principio opuesto a aquél que rige para los derechos reales; no se impone el numerus clausus, sino, por el contrario, se concede libertad de creación.
 Si bien es cierto que la inteligencia humana puede crear un contrato con características propias y absolutamente peculiares, de tal manera que no puede descartarse la existencia de contratos atípicos puros, la tipicidad legal y la social no son secas, estériles, sino que, por el contrario, tienen tal riqueza que es difícil que no ofrezcan a los contratantes disciplinas total o parcialmente adecuadas a sus necesidades. Esto ha dado lugar, en la práctica, a que sea más fácil recurrir a determinadas reglas de un contrato típico para adaptarlas al contrato particular que las partes desean celebrar, que inventar nuevas reglas totalmente originales. Por ello, dice Sacco que el contrato atípico no ha hecho aparición aún en un despacho judicial.
De otro lado, puede ocurrir que, por ignorancia o descuido de las partes, un contrato atípico no contenga todos los elementos necesarios para su debida aplicación, lo que obligará a buscar qué reglas de los contratos típicos son adecuadas para colmar la laguna.
La necesidad o utilidad de recurrir a las reglas de los contratos típicos ha determinado la existencia de contratos que, no siendo total o parcialmente típicos, se nutran de elementos de los contratos típicos legales o sociales. Estos contratos pueden ser llamados contratos atípicos híbridos, desde que no son totalmente típicos ni totalmente atípicos, sino que reúnen elementos de ambas categorías.
Sin embargo, no debe entenderse que la sola existencia en un contrato de ciertas reglas atípicas da lugar a que nos encontremos frente a un contrato atípico híbrido. Ocurre con frecuencia que se introducen en un contrato típico (legal o social) determinadas pautas que no son propias de ese contrato, pero que no llegan a desnaturalizarlo como contrato típico, es decir no alteran o sustituyen sus elementos esenciales (essentiala negotti). Por ejemplo, si mediante un contrato una parte se obliga a transferir a la otra la propiedad de un bien a cambio de títulos representativos de obligaciones dinerarias (que no fueran títulos valores), podría decirse, con amplitud de criterio, que no se ha desnaturalizado el contrato de compraventa, mientras que si la obligación del adquirente constituye la prestación de un servicio, no hay duda que se trataría de un contrato atípico híbrido.
La atipicidad híbrida puede presentarse bajo varias modalidades, según el grado de vinculación entre las reglas típicas y las atípicas de un contrato.
Siguiendo a Diez-Picazo los contratos atípicos que yo llamo híbridos pueden clasificarse en: contratos mixtos, contratos coligados Y contratos complejos.
Son contratos mixtos aquellos que, dentro de un único contrato, existen elementos propios de otros tipos de contratos. La categoría más usual del contrato mixto es el contrato combinado, en el cual uno de los contratantes se obliga a ejecutar varias prestaciones principales que corresponden a distintos contratos típicos, y el otro promete una prestación unitaria. 
Uno de los ejemplos clásicos del contrato combinado del CC., que lo incorporó como contrato típico, el contrato de hospedaje, en el cual existen elementos propios del contrato de arrendamiento (el uso de la habitación), de suministro (la provisión de alimentos) y de depósito (la custodia del equipaje), a cambio de una sola prestación (el pago de la tarifa).
La clasificación de contratos en contratos mixtos puede dar lugar a pensar que sólo los contratos atípicos pueden ser mixtos. Puig Brutau cita, sobre el particular, al civilista español Dualde, quien opina que “todos los contratos son mixtos, tanto los típicos como los atípicos”, pues todos se componen de una mixtura de prestaciones, que en un caso se encuentran reguladas por la ley y en el otro obedece a la creación de los contratantes.
Contratos coligados son los constituidos por la yuxtaposición de varios contratos, distintos entre sí, que se unen para alcanzar una finalidad determinada. Por ejemplo, el contrato de mutuo con constitución de garantía hipotecaria.
karina gonzalez huenchuñir
El contrato
Scherezada Jacqueline Alvear Godoy

Se denominan contratos complejos o de doble tipo aquellos en que el contenido total del contrato encaja en dos o más contratos típicos, de tal manera que no hay una yuxtaposición de contratos típicos, sino una fusión de los mismos, como ocurre en el caso de la cesión de uso de un departamento habitacional a cambio de servicios de portería de un conjunto habitacional.
También podría ocurrir, aunque este caso no está considerado por Diez-Picazo, que en un contrato típico determinado se introduzcan elementos de un carácter atípico, como sucedería si se cede el uso de un bien a cambio de la prestación de servicios turísticos, o de asesoría gerencial.
Tampoco puede descartarse la posibilidad de que un contrato atípico contemple no sólo las cuatro fórmulas tradicionales de doy para que hagas, doy para que des, hago para que des y hago para que des y hagas.
Estas diversas posibilidades pueden presentarse en base del principio de la libertad de contratación que permite a las partes vincularse obligatoriamente entre ellas de las maneras que más se compadezcan con sus intereses. El código civil portugués de 1966 ha recogido muy acertadamente este principio al establecer en su artículo 405 que dentro de los límites de la ley, las partes tienen la facultad de fijar libremente el contenido de los contratos, celebrar contratos diferentes a los previstos en este código e incluir en éstos las cláusulas que deseen, agregando que pueden también reunir en el mismo contrato dos o más negocios, total o parcialmente regulados por la ley.
Sin embargo, el ejercicio del principio de la libertad contractual a través de las modalidades anteriormente indicadas da lugar a que surjan dos dudas.
Una primera relacionada con determinar si estamos en presencia de un solo contrato atípico híbrido o si se trata de varios contratos unidos entre sí. Tal como dice Diez-Picazo en los casos de los contratos mixtos y en el de los y en el de los complejos hay suficientes elementos de juicio para pensar que se trata de contratos únicos, con variedad de prestaciones. La solución no es tan fácil en el caso de contrato coligado, desde que, si bien existe una unidad de intereses, éstos pueden alcanzarse también mediante contratos separados, aunque sea contextual. Discrepando de Diez-Picazo, me inclino a pensar que se trata de contratos distintos, aunque su coexistencia obedezca a un propósito común y voluntariamente inseparable. El último caso habría que juzgarlo aplicando las mismas reglas anteriores, según el rol que jueguen entre sí las respectivas prestaciones.
La segunda duda recae en la disciplina normativa aplicable para resolver los conflictos que pueden presentarse en la interpretación y ejecución de los contratos atípicos híbridos, ya que la coexistencia de elementos propios de contratos diferentes no permite saber con certeza la regulación aplicable.
Para resolver esta cuestión la doctrina ha planteado dos soluciones; la teoría de la absorción y la teoría de la combinación.
La teoría de la absorción es la más antigua y parte de la base de que en un contrato atípico siempre habrá un elemento preponderante que absorbe a los secundarios y que, podría decirse así, los adecua a su finalidad. Según la teoría que comentamos, debe buscarse la correspondencia de este elemento preponderante del contrato atípico con el elemento preponderante de un contrato típico y aplicar a todo el contrato atípico las reglas de este contrato típico. Por ejemplo, podrá considerarse que en un contrato de hospedaje (cuando era atípico) el elemento preponderante es el arrendamiento del departamento habitacional, por lo cual se aplicaría a todo el contrato de hospedaje las reglas del contrato de arrendamiento.
No tardó en percibirse que es difícil determinar cuál es el elemento determinante de un contrato atípico híbrido, pues en gran número de casos todos sus elementos juegan un rol orgánico para la obtención de una finalidad específica, que es propia del contrato atípico, lo que precisamente ha llevado a las partes a celebrar el contrato atípico y no a ceñirse simplemente a las reglas de un contrato típico.
En el mismo orden de ideas, la teoría de la absorción pondría a la sombra y restaría importancia a aquello elementos, aunque sea secundarios, que dan al contrato atípico su rasgo característico.
En el intento de superar los inconvenientes de la teoría de la absorción, se ha formulado la teoría de la combinación, según la cual el intérprete intentaría identificar los elementos propios del contrato innominado, haciendo, como dice MESSINEO, un “alfabeto contractual”, y buscaría si estos elementos existen en uno o varios contratos típicos, hecho lo cual se aplicaría al elemento del contrato atípico la disciplina del respectivo elemento del contrato típico. Por ejemplo, en el citado caso del contrato atípico de hospedaje, se aplicaría a la cesión de uso del departamento habitacional la disciplina del contrato de arrendamiento, a la provisión de alimentos la disciplina del contrato de suministro y al cuidado del equipaje la disciplina del contrato de depósito.
Se dice que mediante esta teoría se obtendría una mayor flexibilidad, pues se podría clasificar los elementos y hacer de ellos una combinación que permitiría alcanzar el resultado que se busca.
Si bien esta teoría constituye un avance con relación a la teoría de la absorción, no deja de presentar serias objeciones, pues no toma en consideración que el contrato no es una mera acumulación de elementos distintos entre sí, que juegan el mismo rol, sino que todos estos elementos se reagrupan, perdiendo muchas veces su propia identidad o significación aislada, para integrarse, quizá con un rol diferente, en un contrato original que, precisamente por ser atípico, no busca ser una nueva versión del contrato típico.
 karina gonzalez huenchuñir

DIEZ-PICAZO piensa que la teoría de la combinación es aplicable a los llamados contratos coligados, por cuanto la yuxtaposición no hace perder a cada contrato su naturaleza jurídica, y a los contratos mixtos pues, aunque en ellos se crea una unidad orgánica, constituyen elementos pertenecientes a diferentes tipos contractuales; pero que la teoría de la absorción es más apropiada para los contratos complejos y para todos aquellos contratos atípicos en que puede establecerse un elemento preponderante.
En cambio, Messineo considera que puede aplicarse la solución ecléctica de acoger ambas teorías y seguir el criterio de emplearlas según las varias combinaciones de elementos, pero que, en el fondo, el único método seguro es regresar al viejo, pero fecundo, principio de la analogía.
Opina Ossorio que la dificultad de aplicar el criterio analógico es frecuentemente insuperable, sobre todo cuando el contrato atípico ofrece similitud con diversos contratos típicos, por lo cual sugiere que, sin perjuicio de manejar con tacto las tres teoría (la de la absorción, la de la combinación y la de la aplicación analógica), debe tenerse presente que el ordenamiento jurídico ofrece otros recursos a los cuales ha de acudirse con carácter primordial para suplir la ausencia de normas legales taxativamente aplicables a los contratos atípicos, que trasladados al derecho, son:
- Los principios generales del derecho;
- Las normas generales de contratación;
- La voluntad de los contratantes.
Creo que la posición de Ossorio, pese a ser la menos precisa y colocar al intérprete en una situación de mayor incertidumbre es la que en el fondo permite solucionar el problema con mayores probabilidades de acierto. Debe tenerse presente que, por lo mismo que no encontramos en un campo, como es el de la atipicidad, en el que la creatividad e imaginación de las partes son los ingredientes determinantes del contrato, la solución de contar con los mayores elementos de juicio para encontrar el verdadero sentido que se ha querido dar a cada uno de los elementos del contrato atípico es posiblemente el mejor camino.
Hay que tomar en consideración que en los contratos típicos el intérprete debe dar por cierto que el legislador los ha regulado ciñéndose a todos los principios que el ordenamiento jurídico respeta, por lo cual no tiene que preocuparse de comprobar la validez del contrato en cuanto a su finalidad. Ello no ocurre necesariamente en los contratos atípicos, en los cuales son las partes las que introducen los elementos que ellas consideran convenientes para velar por sus intereses particulares, los cuales pueden encontrarse reñidos con los intereses merecedores de tutela según dicho ordenamiento. Por ello, el artículo 1322 del CC., italiano sólo admite que las partes pueden concluir contratos que no pertenezcan a los tipos que tienen una disciplina particular, cuando ellos vayan dirigidos a realizar tales intereses
En los contratos atípicos (puros e híbridos) la labor del intérprete es, pues, más complicada que en los contratos típicos, ya que no sólo se debe determinar las reglas aplicables a cada contrato, sino también comprobar que mediante ellos se van a alcanzar intereses merecedores de tutela por el ordenamiento jurídico.
No es este el lugar para exponer los contratos típicos legales, tales como el contrato de fletamento y transporte marítimo, el leasing, el contrato de depósito, el contrato de mutuo bancario, ni tampoco de los contratos típicos sociales, como los de fideicomiso, “underwriting”, “joint venture”“factoring” y “ franchising.”
Para terminar sólo voy a tratar sobre un tema íntimamente vinculado con el futuro del contrato civil, como es el intervencionismo del Estado en la contratación.
En el siglo XIX, como consecuencia de las doctrinas liberales surgidas de la revolución Francesa, el contrato adquirió un auge extraordinario porque se consideraba que el individuo no estaba ligado sino por su voluntad, sin más límites que los impuestos por el respeto a las leyes que interesan al orden público y las buenas costumbres. El tratadista español Castan describe así a qué se debió el auge de la autonomía de la voluntad:
 “En un siglo como el XIX, dice, de acusado sentido individualista y liberal, nada extraño tiene que el contrato constituyera la figura central para explicar o construir todo género de relaciones jurídicas. Desde la creación misma del Estado, justificada por medio del contrato social, o la imposición de la pena, aceptada de antemano por quien había de sufrirla, hasta la organización del mundo internacional, regulado por tratados de esencia contractual, y desde el matrimonio, basado en el consentimiento de los contrayentes, y hasta los derechos reales, que se constituían como una especie de pactos que obligaban a los desposeídos a respetarlos. En aquella sociedad tranquila, próspera y burguesa, acuciada por la dinamicidad del capitalismo y enfebrecida por el estimulante de los continuos progresos técnicos, el contrato venía a ser la gran palanca apta para acelerar la circulación de los bienes y, al propio tiempo, la figura flexible, acogedora y expansiva..., que brindaba propicia vestidura para modelar todo lo imaginable”.
Sin embargo, cambios fundamentales se produjeron en el siglo XX. Los ordenamientos positivos modernos han dejado de ser meros espectadores de la contratación, que sólo cuidan de evitar la violación del orden público y de las buenas costumbres, para asumir un rol más activo llegando, bien sea mediante normas expresas o bien mediante principios generales que autorizan la intervención del juez, a ingresar en el antes vedado coto del contrato a fin de conducir la contratación hacia las metas que el codificador considera más adecuadas para el interés de la comunidad.
Esta nueva orientación ha dado lugar a que se haya escrito mucho últimamente sobre la “crisis del contrato”. Otros hablan de la “decadencia del contrato”. Incluso se ha llegado a afirmar la “muerte del contrato”.
Estos fenómenos tan dramáticamente denominados, se atribuyen principalmente a dos causas: el intervencionismo del Estado en la contratación, que ha determinado la intromisión de los poderes públicos para regular el contenido obligacional; y la contratación en masa, que ha dado lugar a que el cliente anónimo pierda su facultad de modelar el contrato.
Confío que esta exposición permita encontrar el verdadero sentido de la evolución del contrato privado en nuestros días.


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