Paula Flores Vargas; Luis Alberto Bustamante Robin; Jose Guillermo Gonzalez Cornejo; Jennifer Angelica Ponce Ponce; Francia Carolina Vera Valdes; Carolina Ivonne Reyes Candia; Mario Alberto Correa Manríquez; Enrique Alejandro Valenzuela Erazo; Gardo Francisco Valencia Avaria; Alvaro Gonzalo Andaur Medina; Carla Veronica Barrientos Melendez; Luis Alberto Cortes Aguilera; Ricardo Adolfo Price Toro; Julio César Gil Saladrina; Ivette Renee Mourguet Besoain; Marcelo Andres Oyarse Reyes; Franco Gonzalez Fortunatti; Patricio Ernesto Hernández Jara; Demetrio Protopsaltis Palma; Ricardo Matias Heredia Sanchez; Alamiro Fernandez Acevedo; Soledad García Nannig;
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(ii) La ley positiva.
Si nomos, el antecedente griego de la palabra romana “lex”, significaba tanto como una actividad pre-jurídica (el límite que cerca el ámbito de la actividad política, en la que la acción de juzgar adquiere un lugar central), y lex, es tanto como declaración normativa vinculante, ley ha pasado a ser en la tradición occidental la actividad jurídica por antonomasia.
Su significado, sin embargo, no es unívoco. Jurídicamente, ley es la declaración de voluntad hecha por un legislador a fin de que sirva de ordenación jurídica de una comunidad. Esta función ordenadora diversifica a la ley jurídica de cualquier otra ley, principalmente de las leyes de la naturaleza física, que registran simplemente una regularidad en los procesos fenoménicos.
Su significado, sin embargo, no es unívoco. Jurídicamente, ley es la declaración de voluntad hecha por un legislador a fin de que sirva de ordenación jurídica de una comunidad. Esta función ordenadora diversifica a la ley jurídica de cualquier otra ley, principalmente de las leyes de la naturaleza física, que registran simplemente una regularidad en los procesos fenoménicos.
La ley jurídica presenta un carácter autoritario vinculado a una voluntad: la norma es un imperativo. Además, a esta ley jurídica, a diferencia de la ley moral, acompaña una sanción jurídica, como garantía de su cumplimiento, a fin de asegurar su eficacia social. Tal concepto de ley es capaz de adquirir diversas concreciones históricas, acordes con el concepto y la plasmación histórica del poder supremo, y así, en el régimen feudal o en el estamental, la ley aparece como “Magna Charla libertatum”, mientras que en el estado absoluto es la voluntad del soberano, y en el estado constitucional es la «soberanía de la ley» que presupone la división de poderes, y que vincula la ley a la voluntad popular, articulada mediante la representación parlamentaria.
1º. Planteamientos actuales sobre la ley civil como mandato imperativo.
Dada la moderna vinculación entre estado y derecho, el concepto de ley acentúa su carácter de imperativo, de mandato de la voluntad del legislador, expresado en una proposición cuya cópula expresa un «deber ser». La ley es así, expresión de la voluntad de un legislador dirigida a un determinado comportamiento del sometido a su autoridad. En el imperativo, que esencialmente es la ley, hay que distinguir tres planos: a) lógico, b) real y c) valorativo.
a).- Lógico.
Por lo que hace al aspecto lógico, resulta ilustrativa la distinción formulada por Hans Kelsen entre «normas jurídicas» y «reglas jurídicas», que corrige su anterior postura, reacia a vincular la ley a un hecho «físico» (fáctico) como es el acto de voluntad. Para Kelsen las reglas jurídicas formuladas por la ciencia del derecho son proposiciones de deber ser, en las que la expresión deber ser no reviste el significado autoritario de la norma jurídica descrita por la regla: son, precisamente, una descripción.
Lo que no quiere decir que lo descrito sea un hecho, algo perteneciente al mundo del ser, sino normas de deber ser, imperativos; pero la regla jurídica no es, sin embargo, un imperativo, sino el juicio que se formula sobre un objeto de conocimiento de la ciencia jurídica. El autor científico del derecho no se identifica con la autoridad que promulga la ley. La regla jurídica es una descripción, nunca una prescripción.
Esta distinción, sin embargo, se borra ante la necesidad de formular un imperativo legal en proposiciones de deber ser, entendidas éstas en sentido amplio, ya que, aparte del deber ser, incluyen en su ámbito expresamente el poder y, presuntivamente, la permisión. En cualquier caso, pero dentro siempre del derecho positivo, se dan en el imperativo tanto un deber ser como un acto, tanto una proposición normativa como un imperativo. Esta manera de proceder, que, por lo demás, es dominante en la moderna ciencia jurídica, ha sido objeto de revisión por la lógica formal, para la que, como señala Ulrich Klug, no hay necesidad perentoria de formular las normas jurídicas en juicios de deber ser.
Además la lógica deóntica, que admitió en sus primeras formulaciones la posibilidad de calificar las normas jurídicas de «verdaderas» o «falsas», negaba asimismo el carácter lógicamente imperativo de la ley. Posteriormente, tal postura ha sido objeto de revisión por parte de los mismos que la formularon, o bien, admitiendo su virtualidad, ha sido completada con otras instancias. La lógica deóntica se mueve, en cualquier caso, sobre la base de las proposiciones normativas -sobre las reglas jurídicas, en el sentido de Kelsen- pero no sobre las normas mismas, sobre la ley (Georges Kalinowski).
Cabría comprobar si es más fructífero seguir el camino emprendido por Edmund Husserl en su intento de distinguir igualmente entre juicio de deber ser en sentido psicológico -expresión de voluntad- y juicio de deber ser en sentido lógico. Para llegar a ello, Husserl ha distinguido en la sexta de las investigaciones lógicas entre actos objetivantes y no objetivantes. Conforme a ello, prueba en otro lugar de su obra que los mandatos y exigencias, equiparables en esto a un deseo o a un querer, no son actos objetivantes, por lo que no representan un conocimiento ni puede, por tanto, decirse de ellos que son verdaderos o falsos. Por el contrario, los juicios de valor, presupuestos por las normas, son actos objetivantes. Carlos Cossio, en su interpretación de Husserl, aparte de hacerse eco de esta distinción entre normas y juicios de valor, pretende aplicar la distinción entre actos objetivantes y no objetivantes, a la distinción entre normas e imperativos, en el sentido de que aquéllas, a diferencia de éstos, son asimismo, actos objetivantes, y, por ello, calificables de verdaderas o falsas.
Sin embargo, conviene hacer notar que la distinción husserliana entre normas y juicios de valor no está del todo perfilada, ya que si bien parece existir entre unas y otros una relación análoga a la de lo fundamentado y lo fundante, también admite Husserl, por otra parte, una equivalencia entre normas y juicios de valor. Ello se debe a que, cuando procede a tal equiparación, tiene en cuenta las normas que se hallan en conformidad con lo que en sí y por sí debe ser, mientras que no hace objeto de su reflexión el caso de las normas que determinan un deber ser, impuesto con independencia de la valoración absoluta y en función de criterios de conveniencia, utilidad, etc. Por ello queda sin resolver el tema clave de la relación entre imperativo y lo que en sí y por sí debe ser, vinculada como está a la separación radical entre ser y deber ser. De ahí que haya de considerarse problemática la interpretación de Cossio, quien sobre base husserliana mantiene el carácter conceptual de las normas, al margen de su sentido imperativo, que es rotundamente negado, si bien no deje de señalar el punto débil de la argumentación de Husserl: el de la fundamentación de la norma, tema que será tratado después.
b) Real.
Al mencionar Karl Engisch el aspecto real de la ley como imperativo hace mención con ello a que, de hecho, las unidades esenciales del ordenamiento jurídico son los mandatos y prohibiciones contenidos en las proposiciones gramaticales del código. A ellas se reducen tanto las definiciones legales, como las limitaciones de derechos, como las autorizaciones. Incluso los derechos subjetivos sólo tienen sentido en relación con los imperativos, ya que es la ley la garantía de los mismos. En cualquier caso, no se confunde el imperativo con el querer psicológico del legislador, sino que se considera como objetivación independiente de esa voluntad, tal como se da por supuesto hoy en las modernas formulaciones de la teoría imperativista como las de Werner Goldschmidt, Karl Clivecrona o Alf Ross.
Esta formulación, aun renovada, ha sido objeto de crítica por Karl Larenz, quien al señalar que derecho y deber, garantía y prohibición, adjudicación y recusación, son momentos igualmente originarios de todo ordenamiento jurídico, considera impropio reducir toda norma a un imperativo o a una prohibición. Más bien habría que decir que toda norma contiene una ordenación con pretensiones de validez. Lo que no quiere decir que la ley «causa» la consecuencia jurídica en sentido físico, como hecho localizable en el espacio y datable en el tiempo. La norma, en virtud de la autoridad legítima del legislador, determina las consecuencias jurídicas en el ámbito de una comunidad y estructura las relaciones jurídicas.
La vinculación, por tanto, de una consecuencia jurídica al tipo previsto por la hipótesis normativa tiene el sentido de una ordenación dotada de validez, es decir, que en el supuesto de realización de la hipótesis en un caso concreto, tiene validez como consecuencia jurídica concreta la contenida en la norma de modo general. Esta postura de Larenz más bien matizaría, que negaría, la concepción de la ley como imperativo.
c) Valorativo.
La teoría imperativista encuentra, sin embargo, su límite en el tema de las valoraciones. Hay, en efecto, formulaciones exageradas de la misma que olvidan que los mandatos o prohibiciones del derecho tienen sus raíces en las llamadas normas valorativas. Asimismo, Larenz señala que el legislador es libre en la determinación del contenido de la consecuencia jurídica, salvadas siempre las limitaciones inherentes al derecho natural o a la idea de justicia. Es preciso desvincular la teoría imperativista de la ley del positivismo jurídico, al que, sin embargo, se deben las formulaciones clásicas de la misma y muchos de los seudo problemas que ella ha creado.
Ante el problema de la ley como imperativo se reitera más bien la constante de toda reflexión filosófica sobre el derecho y que puede sintetizarse como dialéctica entre voluntarismo e intelectualismo. Los datos de que parte dicha dialéctica son tanto el imperativo como el valor. Luis Legaz ha señalado que la razón de la imperatividad reside en la vinculación de la ley a un valor que ha de realizarse en la conducta humana. En el caso de la imperatividad jurídica, lo primario es, asimismo, una valoración de justicia, a concretar.
Pero la justicia, en cuanto valor, no constituye por sí sola el derecho. La realidad del derecho consiste en ser forma de la vida social o, mejor dicho, la vida social presenta estructura normativa y el derecho participa, consecuentemente, de tal normatividad. La vida social y el derecho no son dos realidades contiguas, sino que el derecho es norma porque es vida social. La justicia, para alcanzar efectividad social, necesita de un imperativo que le preste esta heteronomía propia de las normas sociales, que no reflejan un valor, en cuanto aceptado individual o colectivamente, sino que adquieren estructura impersonal. El mandato del legislador puede ser uno de los medios por los que la justicia adquiera heteronomía, en cuanto se concrete en una ley.
Con ello, no se pretende salir del círculo vicioso en el que está encerrada la dialéctica entre voluntarismo y positivismo, pero sí plantear el tema desde un punto de vista que puede reducir las aporías. Por lo demás, no hay que olvidar que desde la “ordinatio rationis” de Tomás de Aquino, que no excluye el “praecipere”, la “determinatio”, se ha venido acentuando en la filosofía jurídica el aspecto voluntarista de la ley, desde las controversias de los teólogos de la tardía escolástica española, al “auctoritas”, non veritas facit legem, de Thomas Hobbes, o a la calificación de ley como “impositio” en Samuel Pudendorf o en Christian Thomasius, hasta desembocar en la configuración del Estado como “volonté générale.”
Con ello, la praxis de la realidad jurídica ha quedado desprovista paulatinamente de toda justificación racional. Por supuesto que una recta ratio “agibilium” no constituye por sí una norma. Esta es decisión, no conocimiento. Sin embargo, toda norma ha de estar materialmente legitimada. Pero no por ello ha de considerarse tal fundamento como una realidad ontológica totalizadora. Tal fundamento se encuentra en una tensión entre lo «propuesto» a la ley -la realización de la justicia y lo «dado» a esa misma ley: la «naturaleza de las cosas», la misma realidad social.
2º.- Caracteres de la ley.
Lo «propuesto» y lo «dado» a la ley condicionan los caracteres de lo «impuesto» por la misma ley. Estos caracteres son:
a) Generalidad:
Por realizar la ley un criterio sobre lo justo, debe ser una medida general, no discriminatoria. Sin embargo, aquí reside lo que se denomina «drama» de la justicia: su tensión con lo individual. La justicia exigiría ahondar en lo individual, pero, por no ser esto posible más allá de cierto límite, hay que recurrir a un criterio de igualdad y generalidad que evite incurrir en arbitrariedad. Las mismas proposiciones normativas han de entenderse como un esquema lógico que reduce la complejidad de la realidad humana, estructurando ésta en casos análogos, que tipifica: a cada uno de los tipos así obtenidos aplica una consecuencia jurídica específica. La ley, además, es directriz social: de ahí su generalidad.
b) Permanencia:
Aunque la ley pueda tener una validez temporal limitada, sin embargo, ésta no se vincula a la duración temporal de la vida de quienes la promulgaron, sino que, por estar dada para la comunidad, la trasciende. Por tanto, mientras no sea derogada, la ley subsiste. En la mayoría de los casos, la ley durará tanto como duren la situación o situaciones para la que fue dada, de manera que la variación de la situación inicial exigirá una ley nueva. Toda esta mutación, sin embargo, está sometida a limitaciones, a fin de no perturbar la permanencia de situaciones, sancionadas por leyes anteriores. Por ello, se ponen límites a la misma mediante los principios de «irretroactividad de las leyes» y «respecto de los derechos adquiridos».
c) Competencia del legislador:
El orden de la sociedad, cuyo principio directivo es la ley, exige competencia. Este es un problema de Derecho positivo, en cuanto que dentro de cada sistema jurídico ha de haber una norma fundamental que determine el procedimiento y el órgano que ha de crear la ley. Una norma establecida por quien carece de competencia es inválida. Precisamente esa vinculación a una instancia competente da razón de la coactividad que acompaña a la ley y que algunos consideran un carácter esencial de la misma. De hecho, la relación entre fuerza y derecho es constatable. En el orden lógico, esta relación presenta sus dificultades. Por ello se ha distinguido entre coacción y coactividad, considerando a ésta como la posibilidad de ejercer la coacción, posibilidad que no le puede ser negada al derecho. En efecto, en cuanto hecho social, el derecho se impone como una vigencia. La coactividad del derecho cristaliza en sanciones, es decir, en consecuencias jurídicas desfavorables para quien infringe la ley.
d) Promulgación:
Según el Decreto de Graciano, “leges institui cum promulgantur; firmar, cum moribus suspiciuntur”, esto es, las leyes se instituyen con su promulgación, se afirman o perfeccionan con su recepción en las costumbres. Ello vendría a ser un antecedente de la moderna teoría de Erns Rudolf Bierling según la cual la ley solamente será tal en cuanto aceptada por el destinatario de la misma, dando con ello prioridad a la vigencia sobre la validez de la ley.
La promulgación, sin embargo, ha de entenderse como un carácter de la ley, en cuanto que, por ser directiva general, exige ser dada a conocer a quienes han de obedecerla. La promulgación es un requisito de validez de la ley; la aceptación, no.
e) Justicia:
La razón de ser de toda ley es la justicia, ya que aquélla no hace, sino ordenar con criterios de justicia situaciones sociales determinadas. Una ley, que bajo ningún punto de vista pudiera considerarse en relación con la justicia, sería inválida. Pero cuando sólo se trata de una discrepancia de puntos de vista entre el súbdito y el legislador, hay que presumir a favor del legislador, siendo preciso, para considerar inválida la norma, que conste su injusticia con certeza moral, es decir, en última instancia predomina la obediencia a la conciencia personal bien formada, a Dios en definitiva, que es superior a las leyes humanas. Con ello, se plantea el tema de la desobediencia civil, de la resistencia a la ley. Ésta, en cualquier caso, tendrá su límite en el bien común.
Si bien una ley puede dañar a una persona particular, puede ser apropiada para el logro del bien de la comunidad, que trata de alcanzar la ley en su generalidad. No dejará, sin embargo, de haber conflictos, tanto menos agudos cuanto se garantice en la tarea legislativa la participación de los afectados en sus intereses por la ley. En cualquier caso, quien en conciencia desobedece la ley deberá tener en cuenta que el bien común no exige una realización súbita de un ideal utópico de justicia. La relación con la praxis se impone.
Sin embargo, la dialéctica entre obediencia en contra del interés personal y desobediencia en contra del orden es con frecuencia ineludible. La ley presiona, actúa imperativamente sobre el curso de la vida personal para amoldarlo al esquema colectivo de la acción. Sin ella, al margen de la colectividad, tampoco sería posible, por lo demás, la realización del individuo. La ley tiene un valor que ha de ser realizado incluso con sacrificio de una convicción personal. Pero la ley no ha de prevalecer de una manera incondicionada: hay límites a su imperio.
Cabe siempre la tensión dramática entre la justicia absoluta y la parcial que persigue la ley, o entre aquélla y la injusticia que puede promover.
Cabe siempre la tensión dramática entre la justicia absoluta y la parcial que persigue la ley, o entre aquélla y la injusticia que puede promover.
3º. Fundamentación de la ley civil.
Ante estas consideraciones se pone de manifiesto lo equivocado de la opinión que reduce todo el derecho a la ley. Ésta es un elemento integrante de aquél, pero no su totalidad. La equiparación entre derecho y ley es un fruto del positivismo, que, a su vez, no ha hecho sino interpretar de modo inmanente el llamado derecho natural. Con esta visión en la realidad estatal moderna el derecho natural trascendente queda convertido en un orden racional inmanente al sistema de Derecho positivo legislado. El orden racional a que aspiraba el derecho natural se haría realidad histórica en el Estado que implanta la revolución. El derecho quedará así vinculado al poder, que se considera un trasunto de racionalidad: la ley sería obra de la voluntad general y ésta se presupone racional y justa.
No era ésta la concepción clásica del derecho. Tomás de Aquino afirmaba expresamente que lex non est ipsum ius (Sum. Th. 2-2 q57 al ad2). Y al decir que “ius est ipsa res fusta”, se inspiraba en Aristóteles. Se trata de un derecho fundado, pues, en la «naturaleza de las cosas», que habrá que concretar y determinar mediante actos legislativos, fruto de reflexión racional. Y todo ello en el contexto concreto de la convivencia humana, de la comunidad política; donde aquella convivencia es posible.
La definición general de ley que da Tomás de Aquino tiene en cuenta esa concreción política, trasunto de la postura de Aristóteles, para quien todo lo justo es «justo político», de la ciudad, y en el que distingue lo «justo natural» y lo «justo convencional». Dentro de ese marco de la praxis, la articulación de las exigencias de la misma se formulaba en la ley mediante la prudencia (phronesis), que el Aquinate traduce como ratio práctica. Pero en él, aparte de la influencia aristotélica, se da también la estoica, que ha roto el marco concreto de la convivencia y se dirige al hombre «cosmopolita», sin ubicación concreta, haciendo de la ley un principio directivo extratemporal. También se da, a través de S. Agustín, la influencia platónica, que considerará el tema desde «arriba», esto es, desde el origen trascendental de la ley.
La filosofía de la ley, en S. Tomás, equilibraba la relación de la misma con la natura rerum, con lo justo como res, de una parte, y con el principio directivo, de origen trascendente, por otra. De ahí el orden escalonado de legitimación de la ley propuesto por el Aquinate -ley eterna, ley natural y ley positiva- que conviene exponer ahora.
a) Ley eterna.
Las concepciones más antiguas de la ley han establecido con frecuencia una continuidad ontológica entre el orden de la sociedad, que es orden jurídico, y el orden de la naturaleza. Ambos órdenes, separados por la metodología posterior, caían así bajo el dominio de una ley cósmica universal. De ahí que se haya hablado de «ley eterna» como principio ordenador del mundo, que haría referencia a una razón eternamente ordenadora del mismo. Entendiendo esta ley eterna como la razón de la divina sabiduría, es evidente su existencia en Dios, una vez supuesta la creación. Lo cósmico y lo teológico llegan así a converger en el concepto de «ley eterna», que abarcaría no sólo el ámbito de las acciones humanas, sino todo el universo.
Amor Ruibal ha criticado fuertemente esta visión, para él platónica u ontologista, de la ley eterna, que la haría radicar en la visión de normas fijas ideales. De aquí que subraye sobre todo la ley natural como expresión del orden que aparece en la constitución física y externa del mundo, tal como podemos apreciarlo en el conocimiento relativo de medios y fines y tal como se consolida y depura en el individuo y en la sociedad a medida que se perfecciona el conocimiento de la realidad divina, de la realidad humana y de la realidad cósmica. En definitiva, la construcción racional que es la ley eterna -y que no hay que confundir con la existencia histórica de la ley divino-positiva, que hace referencia al plan de salvación de Dios- viene a ser considerada por Amor Ruibal como una reduplicación del fundamento último de la ley positiva que, reside, propiamente, en la ley natural.
b) Ley natural.
Contra esto parecería ir, sin embargo, la caracterización de la ley natural como «participación» de la ley eterna en el hombre, por lo que la crítica hecha por Amor Ruibal a aquélla también afectaría a ésta. No es el caso; pues aquí, en la descripción tomista, acabaría, según Amor Ruibal, superando al ejemplarismo platónico el realismo aristotélico. Para percatarse de ello y poder desentrañar qué es la ley natural, conviene fijarse en la distinción entre «ley natural» y «derecho natural», que establece el mismo Tomás de Aquino, ya que se trata de una y otro en dos lugares distintos, alejados entre sí, de la Suma Teológica (1-2 q94 para la «ley natural», y 2-2 q57 para el «derecho natural»).
En realidad, ello obedece a la dualidad de fuentes -romanas y griegas- que utiliza el Aquinate: mientras que los juristas del Corpus Iuris entendían el derecho como conjunto de leyes, Aristóteles equiparaba el Derecho a lo «justo» realizado concretamente aquí y ahora. De hecho, S. Tomás, al poner especial énfasis en el tratamiento jurídico del tema, hablará de ius y no de lex, mientras que al hacer hincapié en lo moral, se referirá a lex y no a ius. Conviene detenerse en esta distinción, que no siempre ha sido tenida en cuenta por los comentadores de S. Tomás.
En un principio el Aquinate parece incidir en la misma confusión de fuentes romanas y griegas cuando señala que los juristas -esto es, los romanos- “nominant ius, quod Aristoteles iustum nominat” (In lib. V Ethic., lect. 12). El equívoco podía producirse: adquiriendo en Roma el “ius” un significado de «conjunto de normas», cabría pensar el “ius naturale” como un cuerpo de normas racionales, inmutables y absolutas. Si por el contrario se concibe el “ius” como res fusta, se evita la concepción legalista del “ius naturae.” La distinción no es radical y, por ello, conjugando ambos extremos, S. Tomás habla de “lex naturalis justitiae”, que en cualquier caso, es una simple “indicatio o inclinatio”, una prima directio, algo incipiente, constitutivo, no algo cerrado, constituido. Su órgano es la ratio práctica; su contenido: se reduce a los primeros principios de la praxis, necesitados de una concreción. La lex naturales dirige su atención a un “opus immanens”, a un obrar cuyo fin es inmanente al mismo sujeto que actúa, un agere distinto del lacere aplicado a la producción de un artefacto.
La ratio es, en este contexto “recta ratio agibilium”, es decir, “prudentia”, virtud intelectual, que no sólo formula, sin embargo, de manera estática, un iudicium ultimum practicum, sino que también condiciona la “electio”, la decisión racionalmente justificada, tomada en una situación concreta. Cierto que en Tomás de Aquino se encuentra un saber ético de carácter general, centrado en la ley natural que procede a partir de la synderesis, o «hábito de los primeros principios». Pero por debajo de ese saber ético general se localiza un ámbito de indeterminación, que sólo la prudencia es capaz de concretar.
La “synderesis" tiene como objeto principios basados en la estructura fundamental del hombre, que, sin embargo, no pasan de ser, en este estadio, mera posibilidad realizable. La plenitud de la posibilidad sólo se lleva a cabo mediante la actualización del principio: de ahí la necesidad de la experiencia, la ineludible remisión a la res fusta, a la “natura rerum”. Sin duda, que todo “agere" ha de vincularse a la estructura ontológica de quien obra, pero la praxis no es mera deducción, corolario de la misma. El jurista no se pregunta, como el metafísico, sólo por lo justo en sí, sino por lo justo aquí y ahora.
c) Ley positiva.
El especial énfasis que Tomás de Aquino pone en la importancia de ley positiva, como determinación concreta de los contenidos de la ley natural, adquiere especial relieve por el hecho de que las expresiones “legem ponere o ius positivum” no provienen de las fuentes griegas o romanas, sino de otras más inmediatas como las traducciones latinas del diálogo platónico Timeo o de la política de Aristóteles. “lus positivutn” era la trascripción del «derecho escrito» de los clásicos. “Ponere legem” era expresión coetánea a Tomás de Aquino, que daba a entender así la importancia del acto legislativo en el siglo XIII, esto es, cuando el derecho se racionaliza y seculariza, dándose los primeros pasos históricos hacia el poder político centralizado.
Este neologismo -lex positiva- se inserta en la distinción aristotélica entre lo «justo natural» y lo «justo convencional», que el Aquinate toma como la existente entre “iustum ex natura rej y iustum ex condicio.” El primero, sin embargo, no forma un bloque compacto, ya que junto a aquellas situaciones que derivan absolutamente de una observación de las relaciones existentes entre las cosas (secundum absolutam su¡ considerationem), otras es preciso obtenerlas como una «consecuencia» deducida por la reflexión racional sobre las primeras (ex ipsa consequitur). Junto a estos dos bloques estaría lo justo en cuanto fruto de convención.
Pues bien, si la ley es la fórmula mediante la cual se expresa el Derecho, en esta fórmula, desde el momento en que la ley es tal siempre que derive de la ley natural (omnis lex humanitus posita intantum habet de ratione leges, inquantum a lege naturae derivatur), no se da sino una continuidad, que admite diversas graduaciones: la ley es natural en grado máximo en el bloque del “iustum naturale”, donde es «intuitiva» (primo intuitu), lo es grado menor en el segundo, en “due” es conocida por «deducción» (per modus conclusiones), en menor medida, todavía, en el tercero donde es «determinable» (per modum determinationis), por un acto de voluntad.
Pues bien, si la ley es la fórmula mediante la cual se expresa el Derecho, en esta fórmula, desde el momento en que la ley es tal siempre que derive de la ley natural (omnis lex humanitus posita intantum habet de ratione leges, inquantum a lege naturae derivatur), no se da sino una continuidad, que admite diversas graduaciones: la ley es natural en grado máximo en el bloque del “iustum naturale”, donde es «intuitiva» (primo intuitu), lo es grado menor en el segundo, en “due” es conocida por «deducción» (per modus conclusiones), en menor medida, todavía, en el tercero donde es «determinable» (per modum determinationis), por un acto de voluntad.
En esta descripción, la «naturalidad» va en sentido decreciente, mientras que la «positividad» lo hace en sentido creciente, hasta tal punto que el mismo Santo Tomás admite que haya prescripciones, dentro de esa tercera zona, que “ex sola lege humana vigorem habent.” La legitimidad sigue residiendo en la ley natural, pero la vigencia proviene sólo del imperativo del legislador humano. Atendiendo a un texto del comentario tomista a la Ética a Nicómaco cabría distinguir una positividad ex forma y una positividad ex causa.
La primera está constituida por los caracteres que hacen de la ley un instrumento apto para regular la vida social; la segunda, por la “irntercención” del legislador, que pone en relación, en un acto concreto, los caracteres de tal ley como norma de vida social. En muchas ocasiones, pues, el Derecho natural regirá la vida social sólo en cuanto sea determinado por el acto legislativo. Sin apartarse de la legitimidad de origen -la ley natural-, el fin u objetivo de la ley positiva es la “utilitas hominum”, por lo que varía conforme a las exigencias humanas. La ley natural, por lo demás, puede señalar los fines a alcanzar, pero no los medios que hay qué poner en práctica en el marco político determinado. De ahí, también, otra misión de la ley positiva.
En ella no sólo se da la arbitrariedad propia de quien la dicta teniendo en cuenta la conveniencia del “regimen positicum”, sino que da a conocer, concretamente, pero de forma limitada y variable, contenidos de Derecho natural. En Tomás de Aquino el papel de la ley positiva es de primera magnitud sin que, por ello, absorba totalmente a la realidad jurídica, ya que se encuentra en tensión dialéctica con el derecho natural.
Bibliografía:
Sobre 1 y 2: L. LEGAZ, Filosofía del Derecho, 2 ed. Barcelona 1961, 348 ss.; G. DEL VECCHIO, Filosofía del Derecho, 8 ed.
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