Paula Flores Vargas; Luis Alberto Bustamante Robin; Jose Guillermo Gonzalez Cornejo; Jennifer Angelica Ponce Ponce; Francia Carolina Vera Valdes; Carolina Ivonne Reyes Candia; Mario Alberto Correa Manríquez; Enrique Alejandro Valenzuela Erazo; Gardo Francisco Valencia Avaria; Alvaro Gonzalo Andaur Medina; Carla Veronica Barrientos Melendez; Luis Alberto Cortes Aguilera; Ricardo Adolfo Price Toro; Julio César Gil Saladrina; Ivette Renee Mourguet Besoain; Marcelo Andres Oyarse Reyes; Franco Gonzalez Fortunatti; Patricio Ernesto Hernández Jara; Demetrio Protopsaltis Palma; Ricardo Matias Heredia Sanchez; Alamiro Fernandez Acevedo; Soledad García Nannig;
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PARTE GENERAL DEL DERECHO CIVIL.
ABREVIATURAS.
CC-Código civil.
CCO-Código de comercio.
CPC-Código de procedimiento civil.
NJ-Negocio jurídico.
COT-Código orgánico de tribunales.
Notas.
-Cuando en el Apunte de clases de derecho civil., se refiere a la ley, se refiere al código civil. Las demás leyes se indican con su titulo o su número.
-Este apunte se divide en Capítulos (Numeración ordinales), los capítulos en Párrafos (§), Los párrafos en partes (I), y las partes en secciones (i).
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Capitulo I
Tratado de la ley.
§.1º.-Antecedentes filosóficos de la ley.
Parte I
Leyes en la filosofía.
(i).-Las leyes.
El término ley tiene diversas acepciones o significaciones, que guardan entre ellas cierta analogía, pues aunque son distintas tienen algo común o semejante. En un sentido muy general, se denomina «ley» a todo lo que regula un acto u operación, sea cualquiera su especie; en este sentido amplio puede decirse que la «ley» es una obra u ordenación de la razón que expresa un deber ser.
Así «es posible hablar tanto de leyes físicas como de leyes técnicas y de leyes morales. La ley física es la que determina el comportamiento de un agente puramente natural; p. ej., la ley de la caída de los graves. La ley técnica ordena un acto humano hacia un fin restringido y no último; tal es el caso de todas las reglas de las artes. Por el contrario, la ley moral habrá de ser aquella que regule los actos humanos en tanto que humanos, es decir, no según un valor relativo, sino según su valor absoluto, o sea, como realizados por un último fin» (A. Millán Puelles, Fundamentos de Filosofía, 7 ed. Madrid 1970, 627).
Las leyes divinas (ley eterna, ley natural, ley divino-positiva) son obra de la razón y de la voluntad divina que expresa a través de ellas un deber vinculante que abarca a toda la creación, aunque de diverso modo, según la naturaleza dada por Dios a cada criatura.
Las leyes humanas (civiles o eclesiásticas) son obras de la razón y de la voluntad humanas que expresan también un deber ser vinculante, que abarca a todos los sujetos a la autoridad del legislador.
Cabe hacer la aclaración de que tanto las leyes físico naturales que rigen la naturaleza física cuanto las leyes morales que rigen al hombre en su dimensión de ser racional y libre son, en último término, emanadas por la razón divina. Pero el conocimiento y formulación de todas estas leyes, es obra de la razón humana, en cada caso de distinta manera, que puede equivocarse en algunos casos porque no es infalible en concreto, aunque en general el conocimiento tiende a la verdad. Al margen queda la ley divino-positiva, ya que ella es formulada por Dios, directamente o a través de hombres elegidos para ello. Cabe así un progreso en el conocimiento y formulación de las leyes, que sigue procesos diversos en las ciencias naturales y en las ciencias humanas y morales
Para filosofo Kant «las leyes son o leyes de la naturaleza o leyes de la libertad. La ciencia de las primeras se llama Física; la de las segundas, Ética; aquélla también suele llamarse teoría de la naturaleza, y ésta, teoría de las costumbres» (Metafísica de las costumbres, ed. Madrid 1911, 11).
Y afirma que la ley natural es comprobativa y que expresa las relaciones constantes observadas en la naturaleza, en tanto que la ley moral es imperativa como expresión del imperativo categórico. La primera se refiere a lo que es, la segunda a lo que debe ser; la primera tiene que ser, la segunda puede no ser, aunque debe ser. Kant desvincula así a la moralidad del ser; para él la ley natural se reduce a la ley natural física, que es la única que se deduciría de la naturaleza de las cosas; en cambio, la ley moral, la que pertenece al reino de la ética, no deduce su obligatoriedad de la naturaleza del hombre, sino que sólo se puede obtener a priori de la razón pura (A. Verdross, o. c.). Por tanto, según Kant, el deber ser moral no nace de la finalidad del ser humano, no surge de su específica y teleológica naturaleza, sino que le sería impuesto al hombre como un imperativo categórico.
La preocupación kantiana de excluir el utilitarismo de la Ética lo conduce a dejar la finalidad al margen de los actos humanos; y por este camino concluye en una prédica del deber por el deber mismo. Como bien anota I. Corts Grau «importa rectificar toda desviación egoísta de la Ética, pero resulta inhumano desconectar el orden ético-jurídico del eudemológico» (o. c. en bibl., 125). Kant llegó a ese resultado inhumano al no ser capaz de distinguir entre la ética de la eudemonía (del bien) y la ética del placer, al englobar a pensamientos tan distintos como los de Aristóteles y Epicuro en una misma crítica a la ética de bienes.
La cudemonía aristotélica no es el placer, sino la virtud; y este fin lo da la constitución metafísica del hombre, con la jerarquía funcional que de ella resulta. Rechazado todo fin como fundamento de la moralidad, divorciada ésta del orden del ser, no queda a Kant otro fundamento que una ley puramente formal «que puede ser a priori un principio determinante de la razón práctica» (Critique ele la raison pralique, ed. París 1944, 86).
Sin embargo, es preciso re-vincular la ley natural física, perteneciente al orden físico, con la ley natural moral, perteneciente al orden moral, en el campo más amplio del orden del ser. «De esta forma tiene que ser posible el conocimiento de unas normas que expresen las tendencias naturales, es decir, el movimiento ontológico de los seres morales hacia sus fines propios y específicos, lo mismo que pueden conocerse las estructuras de los seres físiconaturales y formularse juicios que se denominan leyes físico-naturales. El carácter diferencial de un orden y otro no radica en este grado de consideración, sino en la forma en que se llevan a cabo estas tendencias en prosecución de los fines; en un orden la forma es `elícita', es decir, razonable y libre; mientras que en el otro es `innata', puramente natural y necesaria» (A. de Asís, o. c. en bibl., 51).
Asimismo, y a pesar de lo sostenido por la doctrina kantiana, tanto la ley natural física cuanto la ley natural moral, engloban un deber ser, ya que establecen un vínculo entre un «antes» y un «después». Cierto es que los científicos, después de Newton, se refirieron al carácter necesario de la consecuencia, dado determinado supuesto, pero también es cierto que hoy ese requisito de necesidad se sustituye por el carácter de probabilidad, dejando de lado la cuestión de infalibilidad de tales leyes. Porque como ya hemos dicho la formulación de estas leyes es obra de la falible razón humana.
En este sentido escribe Desiderio Papp que «la tarea cardinal de la ley científica es prever; la relación constante entre dos o más fenómenos, implícita en su enunciado, debe permitir calcular el uno partiendo del otro. La previsión no puede nunca ser completa, dado que entre lo real y la ley subsiste siempre un margen más o menos grande, donde la ley está excluida». Todo progreso en la formulación de las leyes naturales físicas significa un mayor ajuste, una mayor coincidencia, entre estas últimas y el orden objetivo al que se refieren y prueba el carácter provisorio de nuestros conceptos científicos.
Antiguos axiomas e hipótesis son reemplazados por nuevos axiomas y nuevas hipótesis, ya que la actividad legisladora de las ciencias «está necesariamente fundada sobre axiomas e hipótesis». Las nuevas leyes confirmadas por la experiencia, nos permitirán prever mejor los fenómenos y avanzar en el dominio de las cosas. Pero esto no invalida, sino que perfecciona la formulación anterior. Según el mismo Papp, «la historia de la física no conoce ningún ejemplo de una ley debidamente confirmada por la experiencia, que hubiera tenido que ser rechazada como falsa, a la luz de conocimientos ulteriores. Ocurre que la ley posterior, más amplia y más general, envuelve la ley anterior. El pensamiento científico progresa por envolvimiento y no por desenvolvimiento».
La estructura de las leyes de la naturaleza física implica siempre de algún modo la referencia a un deber ser. Carnelutti escribe que «si supuesta la existencia de un estado de la naturaleza, podemos establecer el estado consecutivo antes de que exista, ¿cómo no ver que también la ley natural (física) expresa no tanto lo que es cuanto lo que debe ser?».
Por otra parte, la oposición entre la causalidad y la finalidad va desapareciendo en las formulaciones de los científicos. Superado el positivismo, el científico vuelve a tomar en cuenta la finalidad y la racionalidad ínsitas en el orden del Universo, recordando la afirmación de Aristóteles: «nada ocurre en la naturaleza sin causa racional» (Tratado del Cielo, libro 11)
Recordemos que el término finalidad es análogo y si bien ésta se encuentra en toda la creación, ya que las diversas criaturas son atraídas por el Creador, quien es para ellas causa final y bien común supremo, las cosas inanimadas y los vegetales obran ejecutivamente, los animales instintivamente y los hombres electivamente respecto al fin. Por eso la finalidad existe tanto en el orden físico cuanto en el orden moral, pero de una manera análoga.
Hemos afirmado que tanto la ley natural física cuanto la ley natural moral establecen un vínculo entre un antes y un después, reconocen una premisa y una conclusión. Sin embargo, esto no sucede en el pensamiento kantiano que se limita a señalar la conclusión sin poner las premisas. Estimamos que el error kantiano surge de su pretendida autonomía, que transforma a la razón humana de descubridora en creadora del orden moral, desvinculando a aquélla de los lazos objetivos que la subordinan a la ley natural, a la naturaleza y a Dios.
Por eso la moral puramente formal sin fines ni contenido es parcial y falsa. Además, la falta de objetividad también le impide obtener el resultado apetecido, la demostración de la libertad, ya que «lo que el libre albedrío requiere no es la autonomía volitiva, la auto legislación, sino la distancia de la voluntad frente a los principios éticos, su movilidad ante ellos, la posibilidad de optar entre la violación y la obediencia. Pero semejante condición de distancia -arguye Hartmann- sólo es posible cuanto la ley moral no proviene de la voluntad que ha de acatarla o, lo que es igual, cuando representa una legislación no autónoma, sino heterónoma» (E. García Maynez).
Por eso la moral puramente formal sin fines ni contenido es parcial y falsa. Además, la falta de objetividad también le impide obtener el resultado apetecido, la demostración de la libertad, ya que «lo que el libre albedrío requiere no es la autonomía volitiva, la auto legislación, sino la distancia de la voluntad frente a los principios éticos, su movilidad ante ellos, la posibilidad de optar entre la violación y la obediencia. Pero semejante condición de distancia -arguye Hartmann- sólo es posible cuanto la ley moral no proviene de la voluntad que ha de acatarla o, lo que es igual, cuando representa una legislación no autónoma, sino heterónoma» (E. García Maynez).
En cuanto a las llamadas «leyes» o «reglas técnicas», también son productos de la razón, necesarias para hacer bien alguna cosa. La nota particular de estas «reglas de arte» es que expresan un deber ser vinculante al que hay que ajustarse si queremos llegar al resultado perseguido. Las ciencias y las artes, las primeras ordenadas a conocer y las segundas a la producción artística, las primeras pertenecientes al intelecto especulativo y las segundas al intelecto práctico, entran de lleno en el estudio de las «leyes» en sentido amplio.
Tanto las leyes matemáticas y lógicas, cuanto las que rigen en la esfera de la música, la poesía, la escultura o la pintura, nos vinculan, aunque de diverso modo, con el camino a seguir, en el primer caso para conocer los objetos indagados, y en el segundo para producir obras de arte.
Patricio Hernandez Jara |
(ii). Etimología.
La palabra ley deriva del término latino lex; pero respecto al origen del mismo los autores no están de acuerdo. Según Littré, los etimologistas latinos refieren esta voz a ligare (ligar) y no a legere (leer);
Esta primera interpretación, que hace derivar el término «ley» de ligare, fue propuesta por Casiodoro y recogida entre otros por S. Buenaventura y S. Tomás; se subraya en ella el carácter vinculante y obligatorio de la ley.
La segunda interpretación ya fue indicada por Varrón al afirmar que se derivaba de “legere” porque la ley se leía a la muchedumbre a fin de que nadie pudiera alegar ignorancia; es señalada también por Cicerón, para quien según el uso vulgar se dice “lex de legendo”, porque se puede leer, ya que está escrita; S. Isidoro, en sus Etimologías, recoge esta interpretación. Pero hay una tercera: en el tratado “De legibus”, antes de señalar la interpretación vulgar aludida, Cicerón escribe que “lex” deriva de “deligere” (elegir), ya que la ley señala una elección que atribuye a cada uno lo suyo, constituyendo la regla de lo justo y lo injusto; esta etimología es recogida por Séneca y S. Agustín. Por fin, Carlos Soria se hace eco de cómo modernamente se ha querido a veces encontrar la fuente de la palabra “lex” en la raíz sánscrita “lagh”, que indica la idea de establecer.
La primera y última interpretaciones consignadas pueden abarcar el concepto amplio de ley que hemos expuesto, porque toda ley liga, enlaza, un antes y un después; asimismo, toda ley es establecida por la razón divina o humana.
La segunda interpretación sirve sólo para la ley escrita, la que se lee; quedan fuera de su ámbito las leyes «no escritas» y, por tanto, el concepto sólo abarca a las diferentes leyes positivas, puestas, escritas, por Dios o los hombres.
La tercera interpretación abarca tanto a la ley natural -moral y jurídica, ley no escrita cuanto a las leyes positivas promulgadas por Dios o por los hombres, siempre que se refieran al hombre en su aspecto racional y libre, en su faz electiva, donde tiene relevancia lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto.
(iii).-La esencia de la ley moral.
El estudio de las diversas leyes físico naturales, biológicas, psicológicas, lógicas, matemáticas, etc., corresponde a sus diversas ciencias y a la filosofía de la naturaleza o cosmología; igualmente las leyes de las artes son estudiadas por la estética, la técnica, etc.
Nos ocuparemos aquí a partir de ahora, de las leyes morales en sentido estricto, cuyo estudio científico a la luz de la pura razón humana corresponde a la parte de la filosofía llamada ética o moral.
También el derecho, bajo un cierto aspecto, estudia las leyes morales; y, asimismo, la teología moral estudia la ley moral, pero bajo la luz de la razón iluminada por la revelación.
La mejor expresión de la esencia de la ley es la conocida definición elaborada por Santo Tomás en su Suma Teológica: «la ley es una ordenación de la razón, dirigida al bien común, promulgada por aquel que tiene el cuidado de la comunidad» (Sum. Th. 1-2 q90 a4).
S. Tomás trata de la ley moral en la segunda parte de la Suma, parte que estudia «el movimiento de la criatura racional hacia Dios», movimiento que depende de su término y para el que Dios es el último fin; movimiento que se realiza a través de los actos propiamente humanos que entran de lleno en la esfera moral y que reciben tal carácter de la ley, la cual viene a ser como una ayuda de Dios a la criatura y «la cual les impone concretamente el orden a sus respectivos fines, y, en definitiva, al Bien último» (C. Soria).
La definición de S. Tomás abarca, así, a la ley eterna, en tanto ésta es regla y medida de la actividad racional y libre del hombre, quien la conoce a través de su participación en ella que constituye la ley natural moral y de los mandatos expresamente ordenados por Dios a través de la ley positiva divina y también de la ley humana positiva derivada de la ley natural por conclusión o por determinación.
Como bien resume Millán Puelles, «de una manera esencial, la ley se encuentra en el ser que la establece y que mediante ella ordena o dirige los actos humanos. Lo que regula el dinamismo de éstos hacia su fin último se halla, pues, de una manera esencial, en Dios. Como Dios no se mide por el tiempo, la ordenación divina se llama ley eterna; aunque previamente considerada, como algo recibido en la criatura, comienza con esta misma. De un modo participado la ley se halla en quien por ella es regido.
Si éste la posee (cognoscitivamente) mediante una inclinación de la naturaleza, la ley se denomina, en este sentido, ley natural; si, por el contrario, es precisa una comunicación o promulgación especial, se denomina ley positiva, que se subdivide en divina y humana, según que su promulgador sea Dios o el hombre. No hay, sin embargo, inconveniente alguno en que la ley natural sea también objeto de notificación positiva, para una mayor facilidad de su conocimiento.
De aquí la distinción entre ley positiva per accidens y ley positiva per se. Todos los preceptos del Decálogo, con excepción del tercero, son accidentalmente positivos como ley divina.
De aquí la distinción entre ley positiva per accidens y ley positiva per se. Todos los preceptos del Decálogo, con excepción del tercero, son accidentalmente positivos como ley divina.
La ley humana accidentalmente positiva se suele designar con el nombre de «derecho de gentes», mientras que se llama «ley civil» a la ley humana esencialmente positiva (civil, en el sentido de que no concierne al hombre más que como ciudadano de un determinado pueblo o colectividad). Resulta así que la ley, considerada como algo participado, se divide, en conjunto, de la siguiente manera:
1°, la ley natural y ley positiva;
2°, la ley positiva divina y ley positiva humana;
3°, la ley positiva divina puede serlo “per accidens y per se”;
4°, la ley positiva humana se subdivide en ley humana positiva “per accidens” y ley humana positiva “per se”, siendo esta última la ley civil.
Pero teniendo en cuenta, por una parte, que la Ética, como disciplina filosófica, no se puede ocupar de lo que es objeto de revelación (tal es el caso de la ley positiva per se), y, por otra, que la ley accidentalmente positiva es esencialmente natural, lo único que aquí importa lo constituyen la ley natural y la ley civil, aunque no por un título idéntico. De la ley natural interesa su misma existencia y su contenido; de la ley civil, únicamente importa, de un modo general, la cuestión de su fundamentación ética, ya que el estudio histórico y descriptivo de la multitud de leyes civiles no compete a la moral, sino a la ciencia jurídica positiva» (Fundamentos de Filosofía, 629).
Señalemos que algunos aspectos de la ley eterna parcialmente expresados a través de las leyes físico-naturales, los trata a veces S. Tomás en diversas partes de la Suma Teológica, especialmente en las cuestiones acerca de La Providencia divina, en el tratado de la creación en general, en el de la creación corpórea, en el del hombre, y en el del Gobierno del mundo. Finalmente, referencias a las leyes o reglas técnicas se encuentran en el tratado de los hábitos y virtudes en general (Sum. Th. 1-2 q57 a3-4), al estudiar si el hábito intelectual del arte es una virtud y si la prudencia es virtud distinta del arte.
(iv).- La ley, obra de la razón.
La primera nota señalada por la definición es el carácter racional de toda ley. La ley es un producto, una ordenación de la razón, el resultado de un acto de la razón. Todo obrar busca un fin, el que en su orden tiene naturaleza de bien; el fin que tiene razón de primer principio es aquel que nos confiere nuestra perfección plena. Ahora bien, pertenece a la razón ordenar en vista al fin y ella es el primer principio en el orden universal del obrar. Y lo que es primer principio de un orden cualquiera, es, de éste, la regla y la medida.
El hombre es ser racional y libre y la razón y la voluntad lo constituyen en su ser y en su obrar; por eso la medida de esos actos debe ser una medida racional. Hemos dicho que los actos humanos se configuran en orden a un fin y como es propio de la razón determinar el orden que se orienta al fin, la ley es algo de la razón. «Sólo la facultad que es capaz de concebir las nociones de fin y de medio -escribe Lachance- es apta para legislar... Luego, el establecimiento del orden que va al fin, es obra propia de la razón». La razón humana, que de suyo no es regla y medida pues debe estar reglada y medida por el objeto, lo es, sin embargo, en cuanto participa de la ley eterna, esto es, de la razón divina, que es regla y medida de las cosas.
También se prueba que la ley pertenece a la razón, por los actos que se le asignan (mandar, prohibir, permitir, castigar). Por eso la ley es un dictamen, algo imperativo, fruto del imperio de la razón (C. Soria). El consejo y el juicio, también actos de la razón práctica, preparan la elaboración que se consuma en el acto de imperio. Ahora bien, el consejo, el juicio y el imperio son actos propios de la prudencia, perteneciendo los dos primeros a su aspecto cognoscitivo y el último a su aspecto directivo.
Por eso la prudencia es la virtud específica del legislador. Ya S. Tomás se había planteado la cuestión de que «la ley no es objeto de la justicia, sino más bien de la prudencia; y de aquí que Aristóteles mismo ponga el arte de legislar como parte de la prudencia...» (Sum. Th. 2-2 q57 al). A lo que responde afirmando que «así como de las obras exteriores que se realizan por el arte, preexiste en la mente del artista cierta idea, que es la regla del arte, así también la razón determina lo justo de un acto conforme a una idea preexistente en el entendimiento como cierta regla de prudencia.
Y si ésta se formula por escrito recibe el nombre de ley (ib.). La última afirmación implica una restricción del concepto de ley que se identificaría con una parte de ellas, las escritas, quedando fuera de las leyes «no escritas» (ley eterna y ley natural), obra de la prudencia y providencia divinas. Pero en el contexto encontramos las razones de la restricción: S. Tomás está aquí comentando el pensamiento de S. Isidoro, quien se refiere a la ley positiva cuando habla de «constitución escrita»
Toda ley, pues, es esencialmente un acto de la razón, pero un acto de la razón que presupone una moción de la voluntad, que es fuerza y motor. Pero este apetito debe ser recto, la voluntad debe ser rectificada y ordenada al bien.
Por eso escribe Lachance que en la confección de las leyes positivas «es menester que la voluntad del legislador esté impregnada de justicia. Para establecer el orden que va al bien común, es necesario, previamente, desearlo. Se necesita acallar las ambiciones desordenadas, purificar el querer de todo rasgo de parcialidad, y esto es obra de la justicia. Pero, una cosa es rectificar el querer frente al fin y otra es elaborar el plan preciso que a él conduce efectivamente. Declarar o definir el derecho pertenece a la prudencia»; y como la declaración o definición del derecho es obra propia de la ley, ésta es obra de la prudencia.
Aldo Ahumada Chu Han |
(v). Ley y bien común.
Ordenación de la razón en orden al bien común. Tal es el comienzo de la definición que comentamos y que, por tanto, exige que toda ley se encuentre orientada al bien común.
. Ley y bien común son términos análogos y el bien, común es el fin de la ley en general. O sea, que las distintas leyes persiguen diversos bienes comunes.
Dios es el bien común por orden al cual se constituye la ley eterna que es el dictamen de la razón y voluntad divinas, que ordenan los actos y movimientos de todas las criaturas, produciendo el orden universal (C. Soria, O. c. 24)
El bien común natural o intrínseco del universo es la finalidad de la ley natural, participación de la ley eterna, que el hombre conoce por connaturalidad gracias a la promulgación preceptiva efectuada a través de la sindéresis, o hábito de los primeros principios innatos en el entendimiento.
El bien común político es la causa final de la ley humana.
Este bien común abarca todo aquello que puede perfeccionar a los hombres en la órbita de la sociedad temporal, incluyendo en el lugar que les corresponde todos aquellos bienes instrumentales que sirven como medios al bien honesto. Soaje Ramos escribe que «la ordenación al bien común compete principalmente a la prudencia política, primero en el gobernante y luego en los súbditos, y no a la justicia, a la que toca sólo ejecutar lo prescrito por la prudencia. Puede verse así cuán equivocado resulta emplazar en el centro de una doctrina política a la justicia; ésta, sin la regulación de la prudencia, no es siquiera virtud, es una mera afirmación de la voluntad que está condenada a desembocar en la anarquía o en el despotismo. Es preciso, particularmente en esta época de tan profunda desorientación, afirmar la misión política de la inteligencia que, nutrida de un saber de los verdaderos principios rectores de la vida colectiva y «rectificada» por la prudencia, sabe discernir con lucidez y con justeza los perfiles concretos de su auténtico bien común político, y sabe, sobre todo, prescribir con imperio lo que responda a sus exigencias» (o. c.)
El bien común sobrenatural es el fin de la ley divino positiva, manifestación de la ley eterna, promulgada expresamente por Dios, que nos encauza hacia nuestro destino sobrenatural.
(vi). Ley y autoridad.
Demostrado que la ley es un producto de la razón, S. Tomás se pregunta si la razón de cualquier particular es capaz de hacer la ley. La ley es un dictamen imperativo que impone una dirección a los actos humanos encauzándolos hacia el bien común; y sólo puede mover eficazmente hacia el bien común una razón revestida de autoridad y potestad. Por tanto, dice, «legislar pertenece a la comunidad o a la persona pública que tiene el cuidado de la comunidad» (Sum. Th. 1-2 q90 a3).
La ley eterna, la ley natural y la ley divino-positiva, provienen de Dios, creador, supremo gobernante, regulador y mensurador de todas las criaturas y sus actividades.
La ley humana proviene de la autoridad humana del legislador, cuya existencia y necesidad derivan de la naturaleza misma de la sociedad; ésta, para que sea tal, debe tener una unidad y un orden y, por consiguiente, una autoridad; o de la autoridad del conjunto de la comunidad que puede, a través de un obrar generalizado, notorio y continuado, dar nacimiento a normas jurídicas o sociales consuetudinarias.
La autoridad legislador o de la comunidad es en último término, derivada de Dios ya que la autoridad es consustancial a la existencia de la sociedad, la cual es obra de Dios, como lo es la naturaleza sociable del hombre. Así, pues, sea cual sea el procedimiento concreto para elegir o determinar la autoridad, o la forma de ejercerse, siempre la fuerza u obligatoriedad de la ley humana, cuando es justa, viene en último extremo de Dios.
(vii). Ley y promulgación.
La promulgación consiste en poner en conocimiento de los obligados las prescripciones de la ley. Es un requisito indispensable, ya que no puede ser obedecido o cumplido aquello que no se conoce. En el caso de la ley eterna, ésta es eterna por parte de Dios, «porque eterno es el Verbo divino y eterna es la escritura del libro de la vida. Pero por parte de la criatura que escucha, la promulgación no puede ser eterna» (Sum. Th. 1-2 q21 al).
Y no puede ser eterna porque no es eterna ninguna criatura. La ley natural es promulgada mediante la impresión que Dios realiza en la naturaleza y en la mente de los hombres de los primeros principios que éstos naturalmente conocen. La ley positiva, divina y humana, recibe su promulgación solemne cuando es puesta en conocimiento de los hombres por medio del legislador respectivo, por sí o a través de sus representantes o enviados.
Los tipos de ley moral.
1º La ley eterna.
La ley eterna es obra de la prudencia divina destinada a regir todo lo creado ordenándolo en vistas al bien común del universo, reflejo del Bien común separado que es el mismo Dios. A través de la ley eterna, Dios ordena los actos y movimientos de las criaturas. De esta disposición de lo creado resulta el orden del universo, que, como el mismo nombre indica, es la unidad de una diversidad. Todo lo creado está sometido a la ley eterna, pues Dios no sólo da el ser y sustenta a sus criaturas, sino que también las somete a la ley.
Ahora bien, «los seres inferiores, tanto animados como inanimados no pueden tender a Dios inmediatamente ni poseerlo propiamente como último fin, sino sólo reflejar las perfecciones divinas en su propio ser y movimientos y formar como partes en el orden total del universo, que es la representación o imitación creada más perfecta de la gloria y bondad de Dios... La ley eterna, que abarca tanto los seres racionales como irracionales, no es participada de la misma manera en todos ellos, ya que el hombre, además de la impresión pasiva que recibe en sus operaciones y movimientos puramente naturales, comunes a todos los seres, participa de un modo propio, racional, en el orden de la ley eterna, que le mueve hacia el último fin supremo, que es Dios» (C. Soria).
La ley eterna reside en Dios como Legislador y en las criaturas sujetas a dicha legislación, como sujetos regulados y medidos. Respecto a la criatura racional, la ley eterna es fuente y fundamento último del orden moral y jurídico y en este sentido toda ley que sea auténticamente tal se deriva de esa normatividad suprema.
2º Ley natural.
La criatura racional participa de una manera especial en la ley eterna, ya que a través de su inteligencia conoce parcialmente su contenido. Esta participación de la ley eterna en la criatura racional es la ley natural. Los hombres están naturalmente dotados de principios especulativos y prácticos. Los primeros principios en ambos campos son evidentes por sí mismos. En el orden práctico, que es el orden del obrar, estos principios pertenecientes a la ley natural reciben una formulación normativa, preceptiva, y son conocidos así de forma innata por la conciencia. Así la ley natural ordena: se debe hacer el bien y evitar el mal.
De las primeras inclinaciones naturales que son paralelas a los primeros principios de la ley natural surgirá el contenido de la ética individual (inclinación racional a conservar la vida conforme a su naturaleza, lo que implica el desarrollo de la misma en el orden físico y espiritual hasta alcanzar el estado propio del hombre: el estado de virtud); de la ética familiar (inclinación, fundada en la diversidad de sexos, a la unión familiar y sexual para la comunicación de la vida y la educación de los hijos); y finalmente, de la ética social (inclinación racional a vivir en sociedad).
La ley natural prescribe los actos de todas las virtudes y es una para todos los hombres de todos los tiempos, en cuanto a los primeros principios comunes. Respecto a las conclusiones derivadas de esos principios es la misma para todos en la generalidad de los casos «pero puede fallar en algunos, a causa de particulares impedimentos: sea en el recto sentido, sea en su conocimiento, y esto porque algunos tienen la razón pervertida por una pasión o mala costumbre, o por mala disposición natural» (Sum. Th. 1-2 q94 a4).
La ley natural es inmutable e indeleble en el plano de los primeros principios. Respecto a las conclusiones pueden variar de acuerdo a la variabilidad de la materia, y respecto a los principios secundarios «la ley natural puede oscurecerse en el corazón humano, sea por las malas persuasiones... sea por las costumbres perversas y los hábitos corrompidos» (Sum. Th. 1-2 q94 a6)
3º.- Ley humana.
La ley natural abarca sólo un pequeño conjunto de principios y de disposiciones que tienen la misma permanencia que la naturaleza humana y que los hombres deben aceptar para regir su conducta individual y social, so pena de sufrir «los castigos más crueles» como decían ya los antiguos. Ese conjunto de principios y de disposiciones es insuficiente para regir la vida de los hombres en sociedad. Por eso es necesaria la ley humana, que fundada en la ley natural, vincula principios y circunstancias y regula acabadamente la vida jurídica de una determinada comunidad.
Puede decirse que la ley humana es también necesaria porque hay hombres propensos al vicio que no se conmueven fácilmente con palabras y a quienes «es necesario apartarlos del mal mediante la fuerza o el temor; así, desistiendo al menos de hacer el mal, dejarán tranquila la vida de los demás. Esta disciplina que obliga con el temor al castigo es la disciplina de las leyes» (Sum. Th. 1-2 q95 al).
La ley humana puede derivarse de la natural por conclusión o por determinación. Así de la norma de la ley natural «no debe hacerse daño a otro» se puede deducir por conclusión que no se debe matar a otro; la ley natural exige que el que comete un asesinato sea castigado, pero la determinación de la pena es algo propio de la ley humana.
4º.-Ley divino-positiva.
Según Truyol y Serra es necesaria una ley divina positiva tendente a dar «una formulación más precisa a los preceptos de la ley natural cuando las concupiscencias de la humanidad caída hicieron debilitarse la llamada interior de la conciencia». Es cierto que la ley divino-positiva precisa los preceptos de la ley natural, que reciben, o pueden recibir, a través de ella una promulgación explícita y solemne; pero sería erróneo hacer depender su necesidad de la caída original, pues si ésta no hubiera existido, también el hombre en el paraíso, al ser elevado a un orden sobrenatural, hubiera necesitado una norma superior a la ley natural, que le indicara el camino hacia su último fin sobrenatural.
Bibliografía:
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Parte II
(i).-El concepto de ley.
El concepto de ley es un concepto análogo, riquísimo de contenido, que para su adecuada intelección precisa matizarse atinada y continuamente; así, se habla de ley física, ley civil, ley matemática... El residuo conceptual común que se verifica, aunque de modo diferente, en toda ley, es una cierta norma u orden preestablecido según el cual los seres deben necesariamente realizarse o comportarse. Según sea el autor del orden, el modo de necesidad con que lo impone y los actos o seres a que afecta, así serán los diferentes tipos de ley.
En razón a estos tres puntos de diferenciación, el modo de ley más excelente -la ley por excelencia es la ley moral que entraña una referencia clara a una norma cuyo autor es Dios y cuyo objetivo es regular, mediante la obligación, los actos humanos en cuanto humanos. Por eso, en este trabajo, se usan casi sinónimamente los términos ley moral y ley divina.
A partir de ese fundamental contenido ideológico se estudian aquellos aspectos básicos que permiten comprender el significado esencial de la ley en relación con la actividad moral humana, tanto natural como sobrenatural; significado que se verificará, más o menos perfectamente, en cada uno de los tipos de ley, ley eterna y natural, ley divino-positiva, ley humana, cuyas características propias se verán en su respectivo estudio particular
1º. Definición.
Es clásica la definición de S. Tomás: «Quaedam rationis ordinatio ad bonum commune, ab eo qui curam communitatis habet, promulgata», «Una ordenación de la razón, en orden al bien común, promulgada por el que cuida de la comunidad» (Sum. Th. 1-2 q90 a4). Suárez, cargando la atención en la voluntad del legislador, la define como «un precepto común, justo y estable, suficientemente promulgado» (De legibus, 1,12).
Una exposición parcial -jurídica- de la definición tomista y el voluntarismo implícito en la definición suareciana, han contribuido en gran medida al desprestigio de una de las nociones básicas de la moral, ya que ha llevado a ver la ley moral como si fuera un imperativo anónimo -al estilo del de las leyes civiles, abstractamente consideradas-, o como una invitación al mínimo lícito para no pecar. Interesa, pues, detenerse en su explicación esencial; para lo cual será necesario también tener en cuenta los conceptos de hombre y actos humanos que subyacen en la definición de ley moral.
La ley moral es «ordenación de la razón». No es primariamente la imposición de la voluntad del legislador (entendiendo por tal no una voluntad arbitraria, sino incluso una voluntad con vistas al bien de los súbditos), sino al establecimiento de un orden en el uso de los medios conducentes al fin del hombre; es función de la razón descubrir la relación medio-fin y la primacía existente entre los diversos medios. Esta ordenación de la razón tiene carácter impositivo; es verdadera prescripción de la razón. La razón en cuanto especulativa contempla este orden de medio a fin de modo abstracto y científico; pero en cuanto práctica lo impone y prescribe a la voluntad.
Este imperio de la razón práctica presupone, evidentemente, un acto de la voluntad que quiere decididamente la consecución del fin, pero mediante los actos o medios que le dicta la razón: es una voluntad regulada (cfr. S. Tomás, Sum. Th. 1 q79 al l; 1-2 q17 al).
Este imperio de la razón práctica presupone, evidentemente, un acto de la voluntad que quiere decididamente la consecución del fin, pero mediante los actos o medios que le dicta la razón: es una voluntad regulada (cfr. S. Tomás, Sum. Th. 1 q79 al l; 1-2 q17 al).
En este volumen de la razón práctica caben dos hipótesis: que la razón vea que tal orden de medios es el único conducente al fin o que existen otras combinaciones igualmente conducentes. En el primer caso la fuerza impositiva o vinculante brota del ser mismo de las cosas, no de la razón en sí que simplemente la descubre y la impone. Este imperio de la razón es un mero traslado de la necesidad ontológica de las cosas. En el segundo caso, -siempre a partir de la relación objetiva, aunque múltiple, de medio a fin- es la razón la que, en definitiva, dicta a la voluntad uno de los posibles modos de acceso al fin.
Dejando de lado la polémica de si el elemento formal primario de la ley moral es el acto de la razón o el de la voluntad, basta recordar que los autores concuerdan en admitir la coexistencia inseparable de ambos actos para que resulte una ordenación eficaz que cierre el paso al voluntarismo.
El fin en cuya consecución la razón práctica dicta un orden de medios es el bien común, realidad que concuerda con el móvil innato de la voluntad y con la condición esencialmente comunitaria del hombre; pero conviene tener muy en cuenta que el bien común pretendido por la ley moral no es el simple bien común social, propio de la ley civil, sino un bien común superior que incluye eminentemente a éste y le hace posible; es el bien humano perfecto, la bienaventuranza, es decir, Dios mismo como Bien supremo y fin último y común de todos y cada uno de los hombres, en el cual y hacia el cual todos se aúnan (cfr. S. Ramírez, La doctrina política de S. Tomás, Madrid 1953, 29).
Este bien común por esencia o bienaventuranza última puede ser realizado y participado en su doble vertiente de bien y de común, a niveles esencialmente diversos, originándose así otros bienes comunes, subordinados e interrelacionados -aunque manteniendo a la vez su autonomía-, los cuales son objeto respectivamente de otras tantas leyes, cuya condición moral es proporcional a la participación en el bien común por esencia. El bien común de la sociedad civil es una de sus participaciones.
De todo lo dicho se deduce que sólo los que cuidan de la comunidad puedan establecer leyes con que conducir al hombre, personal y comunitariamente considerado, a la consecución del bien común. Tales son Dios, legislador supremo y universal, y, la autoridad pública humana, participadamente, porque la autoridad viene de Dios y sólo en la medida que Dios la concede puede obligar a los súbditos (cfr. S. Tomás, Sum. Th. 2-2 q47 all).
Un orden establecido para regir la actividad libre del hombre, sólo tendrá eficacia reguladora cuando se le promulgue o notifique autor taxativamente; por eso esta específica manifestación imperativa y absoluta es requisito imprescindible, abstracción hecha de si es o no constitutivo de la esencia de la ley. Hecha la promulgación, la ley entra en vigor, aunque no se haya divulgado llegando a conocimiento de todos y cada uno de los súbditos.
El modo de promulgación está esencialmente ligado al modo de ser de la ley moral correspondiente, al modo de participación del Bien común esencial, así, la legitimidad queda promulgada al ser creada la naturaleza humana; la ley divino-positiva en el momento de su revelación.
El modo de promulgación está esencialmente ligado al modo de ser de la ley moral correspondiente, al modo de participación del Bien común esencial, así, la legitimidad queda promulgada al ser creada la naturaleza humana; la ley divino-positiva en el momento de su revelación.
Resumiendo las anteriores consideraciones, aparece claro que la ley moral no es más que la norma constitutiva de la moralidad en cuanto mandada o imperada por Dios de modo categórico. Como afirma Derisi Se puede distinguir en el bien y mal moral dos aspectos, aunque inseparables, formalmente diversos.
El primero, por el cual un acto es conforme o disconforme con el último fin y de donde se deriva inmediatamente el que sea honesto o deshonesto, conveniente o no con nuestra perfección, aun prescindiendo de toda ley... Pero en el acto moral hay, además, un segundo aspecto, por el cual se nos manifiesta mandato, prohibido y permitido por la ley divina eterna... La ordenación final condiciona y fundamenta el mandato divino...
Ambos aspectos del bien y del mal moral, dimanados del último fin impuesto por Dios al hombre como ley, están sintéticamente expresados en la definición de ley eterna de S. Agustín: «Razón divina o Voluntad de Dios (primer elemento) que manda conservar el orden natural (segundo elemento) y prohibe quebrantarlo».
El hombre está ordenado por naturaleza a Dios, pero esa ordenación puede realizarse de diversos modos; es decir, podría haber sido colocado por Dios en un orden puramente natural, o también ser elevado a un orden sobrenatural. De hecho, en la actual economía de salvación, el fin último del hombre -de todo hombrees la visión beatísima de la Santísima Trinidad en la cual se realiza de un modo eminente su ordenación a Dios. Por tanto, la regulación de sus actos en orden a alcanzar ese fin sobrenatural es postulado primario de la ley divina.
La necesaria inserción del hombre en Cristo -Camino, Verdad y Vida, - para orientarse y alcanzar dicho fin sobrenatural, no comporta un cambio en la naturaleza de la estructura de la moralidad, sino una elevación. La gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona. Aunque existan dos ciencias morales, la ética y la teología moral, no existen dos modalidades prácticas yuxtapuestas e igualmente subsistentes, pues todo comportamiento humano, plenamente moral, ha de estar ordenado -al menos radicalmente- al fin sobrenatural.
La necesaria inserción del hombre en Cristo -Camino, Verdad y Vida, - para orientarse y alcanzar dicho fin sobrenatural, no comporta un cambio en la naturaleza de la estructura de la moralidad, sino una elevación. La gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona. Aunque existan dos ciencias morales, la ética y la teología moral, no existen dos modalidades prácticas yuxtapuestas e igualmente subsistentes, pues todo comportamiento humano, plenamente moral, ha de estar ordenado -al menos radicalmente- al fin sobrenatural.
3º. Ley moral y felicidad humana.
El hombre, sujeto de la ley moral, es un ser personal, social por naturaleza, creado a imagen de Dios por amor y llamado por Cristo en la iglesia para participar de la vida eterna, en la cual se dan cita la suma plenitud y bienaventuranza humana y la suma gloria de Dios (cfr. Conc. Vaticano II, Const. Past. Gaudium et spes, 12-13, 19, 22-32; Const. Dogm. Lumen gentium, 2,7,9-17). El verdadero sentido de la existencia humana se realiza en tender hacia Dios, en retornar a Dios, mediante los actos humanos, que se constituyen en morales precisamente por su referencia al fin último.
La ley moral encauza este proceder de realización humana en la tendencia hacia Dios, mostrando el camino e impulsando a recorrerlo, es decir, ilustrando el entendimiento y fortaleciendo la voluntad. «El principio extrínseco que mueve al bien es Dios, que nos dirige mediante la ley y nos ayuda con la gracia» (S. Tomás, Sum. Th. 1-2 q90 pról.). La ley así entendida es una potenciación, no una cortapisa del desarrollo de la persona humana. Con profundo sentido teológico se ha podido definir la ley como el itinerario o el pedagogo de la felicidad.
4º. Ley: obligación y libertad.
El efecto primario y esencial de la ley en su función rectora de los actos humanos es la obligación: rige obligando, la obligación no es coacción o necesidad física de obrar en determinado sentido, como ocurre en los actos y seres no libres, sino la necesidad de ordenar libremente -aunque parezca paradoja- los actos humanos de acuerdo con el fin propio del hombre. Ésta es la maravillosa eficacia de la ley para dirigir la libertad humana.
Así lo atestigua la conciencia en cuya intimidad insobornable descubre el hombre una ley que no se da a sí mismo, pero cuyo dictamen: haz esto, evita aquello, tiene que obedecer. En la obediencia a esta ley intuye el hombre en qué consiste su dignidad específicamente humana y que por ella será juzgado personalmente (cfr. Gaudium et spes, 16).
Este dictamen de la ley moral es una vinculación absoluta e ineludible de la libertad misma del hombre que queda como atada, ob-ligada, sujeta; en el sentido de que, pudiendo autodeterminarse con libertad psicológica contra la ley moral, no debe hacerlo, porque carece de libertad moral y se responsabiliza culpablemente ante Dios. La obligación moral se fundamenta en último término en Dios, Ser supremo, Sumo bien, Fin último del hombre. Nada ni nadie, sino Dios, puede imponerse al íntimo querer del hombre, dejándole a la vez intacta la libertad o capacidad psicológica para rebelarse contra Él.
Este dictamen de la ley moral es una vinculación absoluta e ineludible de la libertad misma del hombre que queda como atada, ob-ligada, sujeta; en el sentido de que, pudiendo autodeterminarse con libertad psicológica contra la ley moral, no debe hacerlo, porque carece de libertad moral y se responsabiliza culpablemente ante Dios. La obligación moral se fundamenta en último término en Dios, Ser supremo, Sumo bien, Fin último del hombre. Nada ni nadie, sino Dios, puede imponerse al íntimo querer del hombre, dejándole a la vez intacta la libertad o capacidad psicológica para rebelarse contra Él.
Como se ha dicho, el hombre no está determinado físicamente hacia su fin, está tan sólo obligado moralmente. O sea, es ordenado hacia su fin por la ley; la ley moral no suprime la libertad, sino que la presupone y la potencia en cuanto que la dirige -obligándola-, a su plena realización, a su máxima felicidad.
El hombre, por ser criatura, no se da a sí mismo el ser y, por tanto, ni el fin ni la ordenación al fin; por consiguiente, tampoco su norma moral: todo ello lo recibe continuamente de la acción creadora y conservadora de Dios que lo finaliza y lo gobierna. Este proyecto de finalización y gobierno, que es la ley moral, Dios lo graba en la entraña más profunda del ser y lo impone con el rigor de la absoluta dependencia de la criatura respecto del Creador. Este proyecto de Dios da a cada criatura todo lo que es y puede ser según la grandeza de la Sabiduría divina.
El hombre encuentra su plena realización en la conformidad a los planes de Dios, que le ha dado una naturaleza cuya plenitud de desarrollo sólo puede alcanzar con unos actos ordenados por quien le ha dado el ser. Ordenación de los actos a su fin, que debe también ver con la luz de la revelación: el hombre no puede prescindir de su ordenación sobrenatural y de las exigencias que comporta. Su autorrealización, cumpliendo el bien exigido por la ley moral, no es independiente de su perfección intrínseca y del fin impuesto por Dios, en cuyo cumplimiento encuentra la libertad su máxima realización. Ejercer la libertad es, fundamentalmente, amar el bien y hacerlo, más que elegir entre el bien y el mal, ya que «querer el mal, ni es libertad, ni parte de la libertad, aunque sea un signo de libertad» (S. Tomás, De Veritate, 22,6).
El hombre no puede imponerse a sí mismo, una obligación estricta, porque no es superior a sí mismo. Puede, no obstante, confundir la constatación de la ley en el dictamen de su conciencia -que no es más que la intimación subjetiva de una ley objetiva superior con la creación de esta misma ley y creerse autónomo, como si él mismo fuera la norma última objetiva de su comportamiento y la raíz última de su obligación. Error peligrosísimo, cuyas causas podría situarse en el legalismo, en la confusión de ley moral con ley jurídica, y más radicalmente, en el racionalismo.
A nivel social, la dignidad de la persona humana es tal, que sólo se concibe una ley humana que tenga fuerza obligatoria en cuanto esa ley dependa de la ley divina. Por tanto, si las leyes humanas establecen un orden de convivencia entre los hombres, su poder obligante deriva de la ley eterna y su perfección deriva de su acomodación a esa ley eterna y, por tanto, admiten perfeccionamiento.
La obligación es causada por la ley moral y experimentada por el hombre en dos intensidades esencialmente distintas: grave y leve. La grave responsabiliza en tal grado la libertad humana que su incumplimiento equivale a una desviación radical del bien común o fin último, destroza la propia dignidad humana y connota una desobediencia infinitamente ofensiva a Dios.
La trasgresión de la obligación leve simplemente frena la marcha hacia el bien. La intensidad de la obligación nace radicalmente de la relación o «conducencia» de los medios al bien común y se refuerza e intima con el imperio del legislador. En la ley moral por excelencia -ley divina- estos dos términos, «conducencia» e «imperio», se correlacionan; por el uno se deduce el otro.
5º. Ley y conciencia.
El hombre, como más arriba se ha indicado, puede erróneamente creer que es autónomo en crear su propia ley. Puede hacerlo pensando que la ley, como norma objetiva de comportamiento, debe ser sustituida por sólo lo que le dicta como ley su conciencia personal, confundiendo el conocimiento de la ley con la creación de la ley, haciendo a ésta inmanente a su conciencia; bien aceptando que la norma objetiva de comportamiento debe estar regulada por las conveniencias de una sociedad cambiante, admitiendo como ley la costumbre, interpretando ésta como lo que hacen, estadísticamente valorado, la mayoría de los hombres.
Para el hombre, ser libre, pero creado, la ley moral es también trascendente en cuanto el hombre no crea su ley. Advierte en su conciencia la existencia de la ley moral no sólo en general, sino también en su situación concreta existencial. Siendo la ley divina común a todos los hombres es, sin embargo, algo personal en cuanto que su ordenación a Dios es personal e irrepetible: el hombre debe considerar a través de su conciencia cómo esa conducta regulada por la ley es adecuada para su ser personal e intransferible. Se puede decir que siendo la ley general se personaliza en la forma de realización.
Por esto la formación de la conciencia es un factor tan importante en el comportamiento del hombre: sin crear la ley, la descubre y la aplica a su actuar personal. La conciencia descubre las formas de actuación y advierte además que aquello es bueno para mí. La conciencia actúa como regla próxima de mi obligación, pero esa obligatoriedad no proviene de mi juicio, sino del conocimiento que tengo de que ese actuar es obligante, lo mismo que la obligatoriedad de la ley humana proviene de la divina, aunque la formulación y promulgación sea fruto de la deliberación humana.
6º.- Cumplimiento de la ley.
Según lo dicho, la ley, en su nivel más profundo, más que actos desconectados, marca directrices de virtud por la que orienta y ayuda eficazmente -ambas cosas- a caminar en constante superación hacia el bien común; directrices que se articulan escandalosamente y se intercomunican en el amor, siempre capaz de crecimiento: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón...» (Mc 12,30; cfr. S. Tomás, Sum. Th. 2-2 q23 a7-8; q44 al; Conc. Vaticano II, Const. Dogm. Lumen gentium, 5).
En justa correspondencia, el cumplimiento de la ley moral habrá de ser exigentemente progresivo y comunitario-personalizado.
a) Progresivo, porque el cumplimiento de la ley moral desarrolla la capacidad del hombre para el bien en su doble vertiente de conocimiento y realización: más y mejor. En esta actitud de progreso moral tiene importancia decisiva el ejecutar lo mandado «por amor de la virtud» hasta sintonizar e inclinarse como por instinto hacia el bien impuesto por la ley. Alcanzada esta madurez moral, la ley se cumple con «libertad de espíritu», porque se quiere lo que se manda. La confusión de la ley moral por excelencia, con la ley humano jurídica, ha podido influir en actitudes estacionarias o minimalistas que nada tienen que ver con la iniciativa y dinamismo moral (cfr. S. Tomás, Sum. Th. 1-2 gl07 al; 8108 al).
b) Comunitario-personalizado, porque la maravilla de la ley moral es que dirige la comunidad de los hombres hacia su fin común de un modo personalizado. Su imperativo es íntimamente personal; resuena en la conciencia de cada hombre -«sagrario en que se siente a solas con Dios» (Gaudium et spes, 16)- no sólo como hombre que es, sino como el tal hombre que es: «Conócete a ti mismo, sé tú mismo». De ahí el valor moral inagotable de la parábola de los talentos (cfr. Mt 25,14-30). La ley moral sitúa al hombre en posición de ascenso al bien común a través de su personal vocación. A la luz de la virtud de la prudencia, la conciencia humana descubrirá las proporciones personales del imperativo moral: ¡Haz el bien aquí y así!
El modo de obligar de una ley depende de su estructura formal: se distingue entre ley prohibitiva y preceptiva. La ley prohibitiva está constantemente obligando y se cumple constantemente con la simple omisión de lo prohibido (lex negativa obligat semper et pro semper); la ley preceptiva obliga siempre, mientras exista, pero no está constantemente urgiendo, por eso se cumple como a intervalos ejecutando los actos prescritos del modo prescrito (lex positiva obligat semper, sed non pro semper). Conviene notar que la ley moral por ser «ordenación de razón», establece una jerarquía objetiva de obligaciones de las cuales, si concurriesen varias opuestas o imposibles de cumplir simultáneamente, sólo obliga la superior y en su cumplimiento se reasumen y se cumplen eminentemente las inferiores.
El llamado conflicto o colisión de deberes, que exigiría el quebranto directo de unos para cumplir otros, es objetiva y conceptualmente contradictorio; sólo posible en la conciencia perpleja del hombre a causa del conocimiento parcial de la realidad. Para desvanecer esta perplejidad valgan los siguientes criterios de jerarquización: el deber es antes que el consejo, como la justicia antes que la caridad; los bienes sobrenaturales antes que los naturales; la ley natural antes que la humana; la ley negativa antes que la positiva; el bien más alto, más universal y más grave antes que el más concreto y leve, etc.
Es imprescindible subrayar también la diferencia esencial existente entre la ley humana y la divina en relación a la posibilidad de su cumplimiento. En la divina, Dios -a la vez que manda- dota de los recursos internos y externos necesarios para el fiel cumplimiento de lo mandado-. Nunca manda imposibles, aunque pida el sacrificio de la propia vida. Puede ocurrir que uno se sienta incapaz ante un deber inmediato, pero esto sucede porque anteriormente no se capacitó para él, debiendo hacerlo.
El tiempo es un factor moral, y así deberes que ahora no se piden en acto, se pueden pedir en esfuerzo, en preparación para después. De ahí el valor moral de la previsión y de la responsabilidad contraída de antemano en el voluntario en causa, principio de fecunda aplicación en la moral profesional (cfr. Conc. Trident.ino, Denz.Sch. 1536 ss.; Pío XI, Enc. Casti connubii, AAS 22 (1930) 561-562; S. Tomás, Sum. Th. 2-2 g124 al).
En la ley humana, el legislador no da la capacidad de cumplimiento, sino que la presupone y en proporción a ella ordena, sin poder exigir actos heroicos, a no ser en razón de circunstancias extremas o en razón de una profesión libremente elegida que lleve consigo este heroísmo.
7º. Errores sobre el concepto de ley.
El anomismo (de nomos, ley) tiende a desvincular la moral de la ley. Este error puede proceder tanto de una interpretación «espiritualista» de la ley de la gracia, instaurada por Cristo, como de concepciones filosófico-morales equivocadas. En el extremo opuesto está el legalismo que reduce la moral a una serie de preceptos y prohibiciones morales. También es un error el equiparar ley moral y ley jurídica, aunque no puedan separarse, ya que entonces carecerían de fundamento todo derecho y deber social. La ley moral es más amplia que la jurídica; esta última ordena la vida social del hombre, mientras la ley moral ordena toda su vida.
Un sentido excesivamente juridicista de la ley humana -desvinculada de la ley moral- plantea también una separación de muchos de los deberes morales, por ejemplo, los que impone la justicia social.
8º. División de la ley.
De entre las posibles divisiones se destacan aquí sólo las dos más importantes:
a) En razón de su autor y del bien común, la ley moral se divide en divina y humana.
La divina, a su vez, se subdivide en eterna, natural y revelada o divino-positiva. En esta subdivisión se tiene también en cuenta el modo de promulgación. La humana, por su parte, se subdivide en civil y eclesiástica.
b) En razón de su contenido y obligación, la ley moral puede ser preceptiva (manda realizar determinados actos); prohibitiva (los prohíbe); permisiva (sin mandar ni vedar determinados actos, obliga a las personas a no obstaculizar a quienes quieren realizarlos)
Según el parecer de algunos autores y dentro de las leyes humanas, existe la meramente penal, que obligaría o a su cumplimiento o a sufrir la pena establecida, caso de ser sorprendido el trasgresor.
Bibliografía.
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